Cuando yo era chico, los profesionales
de la religión hablaban estos días de los difuntos y de la muerte,
nos metían el miedo en el cuerpo y nos proponían un plan bastante
triste y sacrificado para andar sin pena ni gloria por esta vida e ir
ganándose la otra, que era el objetivo para el que nos habían
depositado aquí. Porque no nos pusieron en el paraíso
directamente, sino que, antes de que se diera ese posible gozo definitivo,
teníamos que ponernos a prueba en esta vida, superar todas las
dificultades, incluido un juicio final, y después vendría ya lo
bueno.
Hoy todo este asunto me cae muy lejos. Me
viene bien esto de recordar a los difuntos porque me hace presente la
idea de que me voy a morir, de que soy mortal, de que esto de la vida
puede acabar en cualquier momento. Si no nos muriésemos nunca, ¿qué
interés tendríamos en hacer nada, con toda la eternidad por
delante? No sería posible disfrutar de la vida. Nos volveríamos
perezosos, nos daría igual todo, a nadie se le ocurriría vivir la
vida con intensidad.
En cambio yo, ahora, tengo unas ganas
enormes de vivir, tengo urgencia de vivir. Sé que el número de mis días es limitado y que en cada uno de ellos dispongo sólo de 24 horas para
vivir. Si hoy no vivo, pierdo un día de vida, y eso es lo peor que
se puede hacer. El arte consiste en montárselo cada cual de manera
que la vida le sea satisfactoria. Lo primero es querer vivir con
intensidad. Lo segundo es cómo hacerlo. Esto sí que es de mucho
pensar, de mucho leer y de mucho hablar. ¿Cómo compaginar y
estructurar asuntos tales como la felicidad, el amor, el construirse
como persona, la humanidad, los otros, los valores, las injusticias,
el mal, la cultura...?
No se puede vivir de cualquier manera,
pero lo primero es decidirse a vivir, concentrarse en esta tarea, la
única, a la que hemos sido convocados. Es seguro que la muerte
llegará, pero antes aún tenemos que hacer una barbaridad de cosas.
¡Pero ya!