Ternura negra dista bastante de
ser una obra lineal o de contar una historia simple. No es tampoco,
ni mucho menos, el relato de un conglomerado de acontecimientos que
produzca en el espectador una impresión oscura. En Ternura Negra
todo se entiende y todo se disfruta.
Lo que ocurre es que Denise
Despeyroux, su autora y directora, es una experta en contar
historias utilizando diversos planos. No voy a privar a algún futuro
espectador de ninguna sorpresa y por eso no voy a ser demasiado
explícito, pero en Ternura Negra podemos distinguir, por lo
menos, un plano actual, otro plano histórico, otro paranormal y otro
tecnológico o virtual.
La obra está muy bien pensada y
diseñada -creo que Denise Despeyroux es una experta en montar
este tipo de relaciones múltiples- y el espectador integra enseguida
todos estos planos en el hilo de la función. Hay recuerdos en este
sentido, así como en el propio texto, de Carne viva, otra muy
buena obra de la autora, en la que también se conjuntan situaciones
diversas y se sintetizan con enorme precisión experiencias
diferentes. En el caso de Ternura Negra se advierte pronto una
progresiva intriga, un cierto suspense sorprendente que, junto a las
frecuentes notas de humor, hacen que la obra se vea con interés y
con agrado.
Los diferentes planos presentes en la
obra obligan, a mi modo de ver, también al esfuerzo de los
intérpretes. Joan Carles Suau, por ejemplo, tiene que hacer
sucesivamente de hombre y de mujer y resuelve todo su papel con el
arte que muestra siempre en los personajes que le he visto. Fernando
Cayo tiene una tarea difícil que realizar, como comprobará
el espectador, y la saca adelante con su enorme valía
interpretativa. A Ester Bellver no la vamos a descubrir ahora.
Es una actriz inteligente, versátil, capaz de cambiar de personaje
con la rapidez y la eficacia que haga falta, de situarse en el plano
que sea menester con una facilidad admirable, de ser Paloma, María
Estuardo o Paloma en trance y de hacer creíble una declaración de
amor a través de Skype.
Ternura Negra es una obra que,
con una aparente sencillez de medios, detrás de la que hay una
creación sistemática y compleja, entretiene, divierte y muestra la
historia de la singular reina de Escocia que fue María Estuardo.
Y -esto me parece de especial interés- muestra cómo puede ser una
obra de teatro de calidad hoy, en el siglo XXI, sin salirse demasiado
de una puesta en escena tradicional, pero sin quedarse tampoco en
ella.