Con frecuencia la vida se hace pastosamente insoportable. La rutina nos termina inyectando en la sangre anestesia existencial. El ruido de las palabras vacías nos llena la mente de nada. Las imágenes que nos llegan por todas partes nos convierten los ojos en puertas cerradas por donde no pasa nada hacia la mente. La realidad parece cubierta por una crema espesa en donde los zapatos del alma se quedan pegados y desde donde cuesta un triunfo levantar un pie para hacer cualquier cosa. Vamos a veces como embotados, como insensibles, como sacos de serrín poseídos por algún automatismo que nos lleva o que nos trae o que nos deja en algún lugar.
De esta molesta inexistencia queremos, sin embargo, salir. Unos apuntan hacia el placer y se dejan arrastrar mientras dura el tirón. Otros aparcan su vida en el bar. Algunos se regodean en su mala suerte en el juego para convencerse ante nadie de que no tienen nada que hacer en la vida. Todo consiste, esos días, en huir de uno mismo hacia la fatalidad.
En medio de esta miseria perenne aparece alguna vez la magia de las palabras. No es que captemos el significado que encierran esas palabras, sino que nos quedamos en unos sonidos que nos remiten vagamente a ciertas situaciones agradables en las que nos abandonamos. Oyes hablar de amor, del jardín, de tus manos, de su presencia, de las flores, de un te quiero, unos labios o unos pechos, de una ausencia, del corazón partido, de un alma enamorada o hasta de la democracia y se produce en nosotros una ensoñación, una creación gratificante, que nos hace olvidar por un instante que vivimos en una mierda de mundo y que la vida podría ser mucho más bella si, en vez de andar huidos en sueños, hiciéramos alguna que otra cosa conveniente y necesaria.
Estos sueños, estas ensoñaciones, también se quitan durmiendo. O, quizás, llorando.