Ayer comentaba yo en este mismo lugar
que las peticiones de perdón hechas públicas por el presidente del
Gobierno, el señor Mariano Rajoy, y por la presidenta del PP de
Madrid, la señora Esperanza Aguirre, no tenían ningún sentido en
una sociedad civil y democrática, en la que lo único procedente en
una situación como la actual -de corrupción no ocasional, sino
estructural- es la dimisión.
Me gustaría hoy, sin embargo, no tirar
por la borda el perdón como si fuera un acto escaso de sentido.
Pedir perdón es una procedimiento humano valiosísimo, elegantísimo
y de una enorme calidad humana, sólo equiparable al acto
generosísimo, nobilísimo y de una calidad humana similar de
perdonar. Pero pedir perdón y perdonar, actos propios de mentes
grandes, sólo tienen sentido en el pequeño mundo de las relaciones
personales. Yo puedo cometer un error con un amigo, puedo
reconocerlo, decírselo y pedirle -no exigirle- que me perdone. Ese
acto de humildad, si es sincero, ennoblece y engrandece a quien lo
hace. Y el acto de perdonar, tan libre como innecesario, dota
igualmente de nobleza y de grandeza a quien lo concede. Pero esto
sólo tiene sentido y valor en el ámbito de las relaciones
personales, nunca fuera de él.
En el marco de la política nunca se
establecen relaciones personales entre los ciudadanos y sus
representantes. Son relaciones institucionales, sujetas a reglas
-escritas o no escritas- democráticas, en donde no se puede olvidar
que lo único que hay que perseguir es el bien común de todos, no el
establecimiento o el restablecimiento de ningún tipo de relación
personal.
No ser consciente de esto y salir en
público pidiendo perdón por unos comportamientos impresentables de
una serie -enorme, por otra parte- de políticos, en lugar de
presentar la dimisión a los ciudadanos que le otorgaron su
representación y su confianza, da a entender una carencia enorme y
peligrosa de ética. Se han puesto a gobernar sin un mínimo de
formación ética y eso tiene sus consecuencias.
Hay políticos, particularmente entre
los neoliberales -como si lo llevaran en sus genes-, que tienen la
funesta manía de confundir lo público con lo privado. Llegan a un
cargo público y creen que el cargo es suyo y que pueden hacer desde
él lo que les venga en gana: mentir, ocultar, ganar dinero,
maltratar a los ciudadanos, etc. En el colmo del desvarío
democrático, se dedican a privatizar lo público, con excusas o sin
ellas, con sentido o sin él, sólo con el interés de beneficiarse a
sí mismos o a sus amiguetes y correligionarios. Tanto se creen que
lo público que gestionan es un bien privado que les pertenece, que
cuando ocurre alguna anormalidad, en lugar de irse y someterse a la
justicia democrática, se limitan a pedir perdón. Y se quedan tan
anchos.
El despiste democrático en el que
estamos metidos es el fruto de muchos años de fomento de la
incultura entre los ciudadanos, entre los empresarios y entre los
políticos. Abandonamos todos nuestra formación como ciudadanos y
ahora estamos recogiendo los frutos podridos de tal dejación.