Hace un par de días tuve la
oportunidad de vivir ese carácter contradictorio de la vida, ese
aspecto doble que la realidad se empeña a veces en ponernos ante los
ojos.
Resulta que el teléfono móvil me jugó
una mala pasada, se apagó y, pese a mis intentos por reanimarlo, no
hizo nada por volver a la realidad y se convirtió en un cacharro
inmóvil. Tuve que llevarlo al establecimiento en donde lo compré y
allí me encontré con la chica más antipática, más inepta y menos
adecuada para tratar con el público que yo recuerde haber visto. Me
hizo ir y venir varias veces, me colocó la tarjeta en el aparato al
revés, no respondía más que con monosílabos, a la tercera
pregunta ponía ya cara de que no estaba allí para responder a nada
y se dedicaba, entonces, con descaro a atender al ordenador, era
incapaz de resolver un problema, cuando se le suponía experta en la
materia y que por eso estaba allí, la amabilidad jamás había
rozado su existencia y su trato era tal que deseabas salir cuanto
antes de aquel lamentable lugar. La solución al problema que le
planteaba, que era el de no quedarme incomunicado mientras me
arreglaban el teléfono, la tuve que plantear yo, porque ella era
incapaz de orientarme y de mostrarme las soluciones que tenía. Una
inepta total que habría que destinar a labores que no le exigieran
estar en contacto directo con las personas y que me hizo pasar un
rato bastante desagradable.
Cuando volví a casa, encontré un
correo de mi amiga Paula, que trabaja en un colegio privado y que,
por tanto, está bastante explotada por los dueños del negocio. Me
cuenta que ha recibido una oferta de un colegio de renombre de
Madrid, pero que la ha rechazado por fidelidad a sus alumnos
actuales, a los que entiende que no le vendría bien un cambio de
profesor a estas alturas, cuando ya se han hecho con un estilo de
trabajo y cuando ya han cogido un buen ritmo y el funcionamiento es
bueno. Paula, con esta decisión admirable, ha puesto por encima de
sus propios intereses, los del colectivo con el que está unida
laboralmente. Es muy posible que ni los neoliberales ni la gente que
va por la vida buscando sólo su beneficio personal entiendan lo que
ha hecho Paula, pero estoy seguro de que quien crea que vivir es
establecer una relación humana con las personas y con las cosas
valorará en su justa medida este hecho y sabrá quitarse el sombrero
ante su decisión.
Aparte de la valía personal tan
diferente que muestran estos casos, a mí me hacen pensar en la
ausencia tan brutal de ética que hay en amplios sectores de la
sociedad. Ya he dicho que yo esto lo observo, sobre todo, en los
servicios públicos. No acabo de ver que el término 'servicio' sea
muy atinado para referirse a la labor que alguien hace en la
sociedad, pero no encuentro otro. Se trata de tener claro si el
desarrollo de una profesión que repercute en la sociedad es
simplemente una manera de ganar dinero o, en cambio, es la
oportunidad de desarrollar una función en favor de unas personas
que, normalmente pagan y que tienen derecho a salir con sus problemas
satisfactoriamente resueltos. Cada vez veo a más personas que
traducen el terrible lema neoliberal de 'todo vale' en la vulgar
máxima de 'de cualquier manera está bien', si no es que practican
con descaro eso de 'pague y cállese'. La cortesía, el procurar que
el cliente quede contento, el tratarlo con un plus (o, quizás, no
sea tanto plus) de humanidad, las buenas maneras y todas esas
pequeñas o grandes cosas que hacen agradable la vida están cada vez
más ausentes de la vida cotidiana. Una panda de zafios, maleducados,
irresponsables e ineptos parece que se ha empeñado en convertir el
mundo en una mierda y la relación con las personas en ocasiones en
las que el pestilente olor de la animalidad disfrazada salga a la
superficie sin el menor pudor.
Menos mal que queda Paula. Y menos mal
que no es la única, aunque el grupo en el que se encuadraría es
cada vez más escaso y, en verdad, más gratificante.