Mi abuela, como era común en la época en la que vivió, solía despedir a las personas con las que hablaba o con las que se cruzaba con la expresión "Vaya usted con Dios". Para la mentalidad dominante entonces, era lo mejor que se le podía decir a alguien a la hora de separarse de él. Pero ella tenía una especie de lenguaje privado, que conocían sólo los muy allegados, para despedir al pesado, al malaje, al estúpido o al gilipollas. Consistía en decirle "Vaya usted
mucho con Dios". El
mucho denotaba un deseo de que se fuera tanto con Dios, que a ver si se quedaba allí con él y no volvía más. Esto era una manifestación de un arte muy peculiar consistente en reírse del interlocutor sin que éste se diera cuenta de lo que estaban haciendo con él. Quizás ya sabían que el gilipollas no tiene remedio y que lo único que cabía hacer era desahogarse sin provocar una lucha dialéctica con él, cosa que sería de lo más lamentable y difícil de soportar.
Desde hace bastante tiempo -demasiado- yo tengo una barbaridad de ganas de mandar muchísimo con Dios a un personaje que ha estado dando el coñazo en el mundo entero y que parece que dentro de muy poco tiempo va a desaparecer de la vida pública. Para ello, escribí una vez lo que pongo aquí a continuación.
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Durante su juventud abusó del alcohol y su padre tuvo que soportar con vergüenza y con resignación los ebrios espectáculos de su hijo. Dios consideró oportuno intervenir y, sin que él lo supiera, lo apartó del alcohol y lo hizo abstemio.
Luego, se dedicó a las mujeres y fue mariposeando de flor en flor, quién sabe si de jardín en jardín, hasta que Dios creyó conveniente intervenir de nuevo y le puso delante de sus complejos a la mujer de su vida. Con ella acabaron sus aventuras botánicas.
Más tarde, se encontró por fin con el propio Dios, que fue quien le hizo ver la diferencia que él creyó enseguida que era fundamental en su vida: la que existe entre el Bien y el Mal. Se convenció pronto de que el Bien era una idea que venía directamente de arriba y no algo que había que buscar y decidir entre todos los hombres aquí abajo. Inmediatamente se puso a rezar y a predicar, se encaramó a la cima del poder, en donde quedó a un palmo de las narices del Altísimo, y comenzó a defender el Bien luchando denodadamente contra el Mal. Desde entonces va por el mundo con dos imaginarios revólveres en las caderas y lleva las manos discretamente separadas del cuerpo, creando la sensación a quien lo contempla de que va a desenfundar de un momento a otro.
En esta lucha infinita y heroica, se dedicó primero a la limpieza de indeseables mediante el uso del antiguo método de la pena de muerte. El éxito le acompañó en cientos de ocasiones sin que Dios, que tuvo que padecer un caso de estos en su propia familia, interviniese en ningún momento.
Después, y dado que el Mal es una entidad supranacional y una amenaza para todos, tuvo que extender el poder de la destrucción y de la muerte más allá de sus propias fronteras, todo ello en nombre de la democracia, del orden, del Bien y de Dios. En esta ocasión parece que Dios mandó unas palabras de protesta que fueron leídas por el vicario terrenal de una de las religiones, pero rápidamente fueron apagadas por unos cuantos baños de sangre, sin que se volvieran a oír nunca más.
De paso, y sin que Dios le pusiera ningún inconveniente, procuró obtener algún beneficio para amigos metidos en los negocios derivados de la reconstrucción de los desastres creados por él mismo.
Dios había modelado su vida antes de que se encontraran. Después, ambos habían marchado al mismo ritmo, marcial, al parecer. Pero es evidente que, si Dios, el único ser más poderoso que él, hubiese querido, habría eliminado la nota más sobresaliente de su carácter, la impronta más significativa y distintiva de su ser, el color indeleble que teñía todas las células de su organismo. Si no lo hizo, fue porque se consideró impotente para hacer desaparecer su estupidez.
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