Que el pescado esté fresco. Y la
carne. Los huevos, frescos, por supuesto, y las verduras y la fruta.
La frescura es lo que se le pide a todo lo que tiene que ser bueno y
que debe darnos lo mejor que lleve dentro. Lo que no está fresco
generalmente está ya inservible, defectuoso y cercano a su retirada
de la circulación.
Todo esto vale, al parecer, mientras no
nos refiramos a los hombres ni, mucho menos, a las mujeres. Un fresco
o una fresca son individuos deleznables, cercanos al mal y
rechazables desde todo punto de vista. Peor, como casi siempre, en el
caso de la mujer que en el del hombre. Y, sin embargo, la mayor
muestra de vida, de alegría y de esperanza la dan las personas que
desprenden frescura en lo que hacen, en lo que dicen y en lo que
piensan. Rechazar la frescura en las personas es situarse en la cima
de la sequedad vital, a dos pasos de la muerte anunciada, en las
cercanías de la inutilidad, en el ámbito de la rutina, en las
puertas de la nada.
Una vida que merezca la pena es siempre
un intento por conquistar cada día más frescura.