Las chirigotas del Carnaval siempre me han parecido una enorme expresión de arte, de ingenio, de creatividad y de crítica sana. Algunas también muestran inteligencia y gracia. Pero en cuestiones de gracia, siempre están el que la tiene y el que carece de ella, pero no quiere evitar hacerse el gracioso. Lo mismo ocurre con la inteligencia, que junto al inteligente, siempre está quien quiere aparentar que lo es sin serlo, mostrándose, a lo sumo, como un pobre listillo de ocasión. Todo esto, que se ve todos los días en todas partes, con solo tomarse la molestia de mirarlo, lo encontraba yo en algunas chirigotas. Las había que mostraban la inteligencia, el ingenio y la gracia de sus integrantes, particularmente del letrista. Estas virtudes faltaban en otras, en las que todo acercamiento a la gracia consistía en soltar un taco al final de su canto para que los oyentes más dados a la ordinariez reaccionaran alborozados ante la ocurrencia de llamar, por ejemplo, hijoputa al protagonista de la historia. Tanto por la degradación que esto supone para el arte de una chirigota como por la ordinariez que muestran quienes aplauden estas vulgaridades sin gracia, yo dejaba de oírla y me iba a buscar otras que mostraran más inteligencia y más arte, que las había. Días pasados tuve la impresión de que uno de estos chirigoteros venidos a menos ha terminado, junto con su público seguidor, en el Congreso de los Diputados.