Estoy sentado en el tren. Observo por la ventana la belleza del paisaje, el verde vivo de la primavera, el amarillo juvenil de las flores que han nacido sobre la alfombra verde del campo, la silueta de unos árboles señoriales, con el poso de sus años enraizado en toda su anatomía, el cielo azul, limpio, dominante. Mientras oigo por los auriculares la belleza de El pájaro triste, de Mompou, tocado al piano,veo la belleza infinita de la pierna de la pasajera del otro lado del pasillo, enfundada en unos vaqueros que le resaltan la forma grácil, serena, rebosante. Contemplo la belleza de la mano del pasajero del asiento de delante, a la derecha, que lee unos apuntes de medicina sobre “Potenciales evocados”. Miro la belleza del hombro de su acompañante, que lo deja ver en el lado izquierdo de la butaca porque el ancho escote de su camiseta le cae por el comienzo del brazo. Un hombro no excesivamente carnoso, pero que se aleja levemente del canon de la talla 38. Disfruto con la silueta del puente del Centenario, porque voy pasando por Sevilla. Rememoro la belleza infinita de Sevilla, tan completa, tan pegada siempre a tus sentidos, tan vitalmente excitante en cada momento, que parece imposible que pueda existir algo así. Recuerdo la belleza de los vinos de anoche, todos ellos de la provincia de Cádiz, con el mesonero ofreciendo información interesante junto a unos quesos variados y espléndidos y en el marco de una decoración no excesivamente sorprendente, pero de una calidad indudable.
Me siento inundado por la belleza, pero ¿dónde está la belleza? ¿Está ahí fuera y yo me dejo arrastrar o es que yo transformo en belleza lo que veo? ¿Hoy el mundo está bello o es que yo estoy propicio para considerar como bello lo que veo?