Si estar enamorado consiste en perder la cabeza, la racionalidad, por lo que se considera el amor que se siente por una persona, en dejarse llevar exclusivamente por un irresistible sentimiento absorbente, en no ser dueño de nuestra voluntad, de manera que hacemos hasta lo que no queremos hacer y en “que se me paren los pulsos si te dejo de querer”, entonces no me siento enamorado, ni quiero estarlo.
Si estar enamorado es vivir de tal manera que nuestra voluntad -nuestros deseos, nuestra capacidad de decir sí o no- esté controlada por la generosidad sensata de la razón, en hacer lo que parezca acertado para las dos personas que se aman, en que un placer inmediato no nos haga daño a medio o a largo plazo, en no dejarse arrastrar por las hormonas que nos impiden ver lo que realmente está ocurriendo, en intentar cada día mejorar el conocimiento que tenemos de la persona amada y en perfeccionar un plan racional para hacerla cada día más feliz en todos los aspectos posibles, entonces sí estoy enamorado y doy gracias por estarlo.
No podemos confundir ni los restos del nefasto romanticismo que aún quedan, con todo el sufrimiento y el mal que generan, ni las fiestas comerciales, que solo aspiran a sacarnos los dineros, con la vivencia del amor creativo entre dos personas.