Hacer la cama es un coñazo enorme:
vueltas y vueltas sobre el mismo lugar con el único objetivo de que
no queden arrugas. Es absurdo, pero cuando hay que hacerlo, lo hago.
Poner el lavaplatos es una especie de pequeño puzzle, en el que se
unen el diseño y la justicia distributiva y en el que hay que tener
un cuidado muy especial con los cuchillos, que son una seria amenaza
para las manos. Hacerlo después de comer le añade bastante incordio
al asunto. Al terminar de ponerlo hoy, he vuelto la mirada hacia la
encimera vacía y no sé por qué me he acordado de mi abuela.
Cuando yo era chico (en mi casa éramos
chicos; en otros lugares los niños eran pequeños), a veces me
quedaba a comer en casa de mi abuela. No había lavaplatos, claro, y
todo se lavaba a mano. Al final, entre mi abuela, una asistenta que
siempre estaba por allí y alguna de mis tías, aquello quedaba como
los chorros del oro (no como lo dejo yo). Como siempre he sido muy
observador, veía esta faena -que aquellas mujeres, sin la menor
conciencia feminista, creían que era su labor natural- como el final
del ciclo de la mañana, que había empezado con la compra, el hacer
la comida, la paulatina llegada de los familiares y el ir y venir de
todos.
Después de comer empezaba otro ciclo.
Salvo mi abuelo, que se echaba solo un rato y se iba pronto, allí no
recuerdo que durmiera la siesta nadie. Enseguida comenzaba el plan de
por la tarde, que consistía en arreglar cajones o armarios, coser
calcetines, desgranar guisantes, regar las plantas o hacer alguna
labor no habitual. Yo, cuando no me encargaban el asunto de los
guisantes, me dedicaba a leer el periódico, a ver qué había hecho
De Gaulle aquél día. Recuerdo que me explotaban un poco, porque a
veces me llevaban a una mercería que tenía mi abuelo (allí le
decían un 'refino') y, con 4 o 5 años -yo ya sabía leer a
esa edad-, me ponían a leer el Diario de Cádiz, un periódico en
formato sábana, de más de 60 cm. de alto, que me tapaba casi
entero. Otros días me llevaban a despachar a un estanco, tras un
mostrador al que casi no llegaba.
El caso es que, quizás porque no había
televisión o porque la vida se veía de otra manera, había cosas
que hacer durante todo el día, lo cual era una paliza, sobre todo,
para las mujeres, pues los hombres, después de trabajar se iban al
bar, al casino o a pasear por ahí. Aquellos días eran largos para
mí, pero intensos, llenos de actividad y de vida. Lo que no sé es
por qué me he acordado de esto hoy después de poner el lavaplatos.
Te sugiero que te acuerdes también de
algo agradable hoy antes de dormir, para que una sonrisa se te
instale en la mente y te abandones a la suave reparación del sueño.
Buenas noches.