Dije “Pues eso es todo”. Terminaron a la vez la clase, el documental sobre la situación de la mujer en el mundo que les estaba poniendo a los alumnos de 1º de Bachillerato y mi actividad como profesor. Había unos quince alumnos porque el resto estaban haciendo un examen de otra cosa. Dije eso, pero nadie captó la intención. Era viernes, a las 13:15, y esas no son buenas horas para la lírica. Yo comprobé una vez más que la vida no se encuentra en los sitios oficiales, en los lugares convencionales, sino en las distancias cortas, en el trato personal, en la cercanía. Así que se fueron, apagué el ordenador y me fui al departamento. No sentía nada. Posiblemente prefería no sentir nada.
A media mañana había ido a ver los horarios de los otros profes que se jubilaban. Bueno, de todos menos uno, al que sólo le tendría que decir que me alegro mucho de que se vaya, pero no me entendería y, además, no tengo ganas de hablar con él. Quería, a ser posible, esperarlos a la puerta del aula tras su última clase y decirle a cada uno que había sido un buen profesor. Lo hice con una profesora, con la que me fundí en un largo abrazo, en medio del cual casi no pude terminar la frase, porque ni me salía ni me dejó ella hablar, ya que me hizo una larga alabanza de mi vida profesional que me dejó bloqueado.
Antes de entrar a mi última clase, fui a ver a otro de los que se van. Permíteme, JB. que lo cuente, porque creo que lo tuyo tenía una fuerte carga simbólica. Me lo encontré en el pasillo, en la puerta de un aula en donde tenía que dar Medidas de atención al estudio, esa estupidez que se ven obligados a dar en los Institutos mientras otros alumnos dan clase de religión, en lugar de hacerlo en las parroquias. Me dijo que se negaba a entrar en el aula, que estaba dando un testimonio de rebeldía en la última clase de su vida, que les había pedido desde el principio del curso un poco de respeto hacia los demás, para que aprovecharan el tiempo y pudieran hacer algo útil. Se lo habían negado a lo largo de todo el curso y en el último día quería dejar bien claro que él no participaba de esa manera de ser y de estar. Los alumnos, por su parte, miraban por la ventana, charlaban y vivían ajenos a los valores que estaban siendo destrozados allí. Le apreté con fuerza el hombro y me fui a mi clase con una extrañísima sensación dentro de mí. Allí se pasó toda la hora, de pie, diciéndole al mundo que los alumnos deberían venir de casa educados y no asilvestrados y dando testimonio de eso tan raro que es la dignidad profesional.
Luego, tras mi clase, en donde me quedó muy claro a mí y a nadie más que eso era todo, me fui a buscar al último de los elegidos. Lo encontré, como siempre, ocupadísimo, con mil cosas en la cabeza y probablemente sin que se hubiera dado cuenta de que era su último día en este oficio. No le dije nada por miedo a producirle un cortocircuito. Le regalé una sonrisa y lo dejé ir.
Unas antiguas alumnas estaban por allí organizando una cena y me fui con ellas a la calle. Estuve paseando un rato sin pensar, pero con un cierto nudo en la garganta que tardó en abandonarme. En casa hice unos macarrones con unas hierbas italianas “Rosso Sicilia” que no quedaron mal y que me ayudaron a despejar la cabeza. Después celebré la efeméride con una pequeña siestecita, me fui a hacer deporte y ahora estoy aquí cansado, como ausente, dispuesto a ocuparme en lo que decida hacer.
He leído todo lo que con tanto cariño me habéis dicho hoy. Me decía Raquel que hoy es un día de cambio para empezar un mañana diferente. El cambio es la gracia de la vida, lo que hace interesante y llamativa y sugerente y apasionante la vida. La rutina y la monotonía son la no vida, pero hay veces que el cansancio nos hace cambiar de punto de vista y lo que es positivo para crecer, lo vemos como un inconveniente, como un obstáculo, como un peso difícil de sobrellevar. Creo que eso es lo que me ha pasado a mí, que he visto el cambio como un castigo divino, como una separación de un mundo habitual, y no lo he visto como la gran oportunidad de que aparezca la savia de lo nuevo, el mañana diferente, seguramente más libre y más mío. Y las estelas en la mar que me recordaba mi amiga P. vienen hoy cargadas de redes sociales a través de las cuales puede haber mucha comunicación. No se puede poner fecha de caducidad a lo que uno es, me dijo Auro y le doy la razón. Sea lo que sea lo que uno es, lo es mientras puede. A lo mejor cambia el modo o el estilo, pero uno no deja de ser lo que es por un detalle administrativo. A lo sumo, puede adaptarse a las circunstancias, pero sin renunciar a ser. Echaré mano de lo que me ha dicho Laura: Tú siempre sabes lo que hay que hacer. Ojalá sea así, Laura.