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viernes, 10 de marzo de 2023

Desastre de Botín

Por causas comprensibles y aceptables, cuando hablamos de igualdad, la mente se nos va rápidamente a las mujeres. Son iguales en derechos que los hombres y hay que luchar por su reconocimiento práctico.

Pero la igualdad no acaba aplicándola sólo a las mujeres. Es mejor hablar de igualdades concretas que de la igualdad abstracta. Pasa lo mismo con las libertades. Hay una igualdad concreta que me parece que en un país como el nuestro, que tanto le debe al turismo, se debería cuidar más. Me refiero al trato desconsiderado que en bastantes bares y restaurantes se les da a los extranjeros. Conozco establecimientos en los que se trata con el mismo respeto a todos los clientes, sean de donde sean. Pero también hay otros en donde las cosas no son tan agradables. Hace tiempo que lo comprobé en un afamado restaurante de Sevilla, en el que no he vuelto a entrar desde entonces. Y me ha ocurrido ahora en el restaurante más antiguo del mundo, según el libro Guinness, el llamado Botín, en Madrid. Miré la carta con los precios y pensé ingenuamente que, a pesar de su orientación turística, ofrecerían calidad. El resultado fue, dicho finamente, un desastre. Para quienes comimos allí, como si hubiese dejado de existir.



Te recibe un señor enchaquetado con un “Buenos días, don Manuel”, “Acompáñeme, don Manuel” y mucha reverencia hasta que quedas en manos de algún camarero, que desde lejos te señala la mesa que te han asignado y te aclara que es “aquella de allí”. Cuando llegas a ella, no te preguntan si quieres algo de beber antes de comer, porque parece que tienen siempre prisa, posiblemente para organizar más turnos. Al poco de sentarte ya te están diciendo si sabemos qué vamos a comer. La pregunta de si la copa de vino que has pedido la prefieres de rioja o de ribera no te la hacen para no perder tiempo. Ponen el que les da la gana. El primer plato, para compartir, llegó a la mesa de la mano de un jovencito que lo dejó caer en la mesa como el que tira un jersey encima de la cama al llegar a casa. Ni pedimos cordero ni pedimos cochinillo, que parece que es lo que piden todos, pero lo que trajeron estaba más bien duro, burdamente recalentado y quemado, con una lechuga oxidada, debido al tiempo que hacía desde que la habían cortado, y sin ninguna gracia para que cobraran 23 € por uno y 19 € por el otro. Hasta el café era malo. Todo ello servido con desgana y en un rincón rodeado agobiantemente de mesas.

Este sitio ni siquiera se puede calificar de comedero, sino de sacaperras caro y descarado. El pobre comensal al que le asocien una mesa en la planta baja no podrá comer con calma y soportará tanto la entrada constante de personas como la temperatura que se cuela por la puerta sin piedad. En cualquier minúsculo espacio que esté libre te sitúan una mesa y te clavan. Salimos pitando de allí en cuanto pudimos, pero para nunca más volver.