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jueves, 30 de junio de 2011

Y cerré la puerta.


Vino al día siguiente de haberse entregado los boletines de notas a los alumnos. Su hijo no había recogido el suyo y le había dicho que había suspendido seis asignaturas. Estaba un tanto angustiada. Se le notaba sobre todo en la voz que salía por el hueco que dejaba una chilaba verde claro hasta los pies y un pañuelo de un color muy parecido que le cubría la cabeza y el cuello. Le enseñé el boletín y su hijo había suspendido siete, no seis. Mohamed es un tipo con capacidad, pero que está bloqueado y no estudia prácticamente nada. Fátima, su madre, no sabe qué hacer con él. Quiere que estudie, pero no lo consigue. El marido de Fátima está muy enfermo en el hospital. Si le dan el alta, a los dos días tiene que ser ingresado de nuevo. Está muy mal. A Fátima se le saltaron las lágrimas por primera vez contándome esto. Ella atiende como puede a su marido y a su hijo. A uno lo asiste en el hospital y al otro le hace la comida y le lava la ropa y anda del hospital a su casa y de su casa al hospital un día y otro y ya no puede más. Va por la calle como ida, porque duerme mal y está cansada y no se siente bien, pero no quiere ir al médico por miedo a que no pueda entonces atender a sus hombres. A Fátima le rebosaron de nuevo por los ojos unos gruesos lagrimones y no pude mantenerme ajeno del todo a su vivencia. Le duele la espalda, tiene los tobillos hinchados, le duele la cabeza y está muy cansada, pero teme ir al médico. A su hijo procura comprarle lo que necesita buscando el dinero de donde sea para evitar que haga lo que no debe. Le recomiendo que no lo mime tanto, para que aprenda que la vida no es fácil y que no hay nada que sea gratis. Le pido que le diga a su hijo que venga a verme al día siguiente y le aseguro que intentaré hablar claro con él. Le insisto en que vaya al médico, que se cuide. En la antesala de la despedida, pongo mucho interés en decirle que todos somos iguales y que tanto derecho tiene su marido a curarse como ella a sentirse bien. Me mira con una sonrisa tierna que quiere decir que está de acuerdo, pero que en su caso eso no es así y que le ha tocado una vida dura y difícil. Estoy seguro de que lo interpretó así porque de su sonrisa salieron nuevas lágrimas, mezcla de pena y de cansancio, de un cansancio que me pareció brutal. No sé si me salté el protocolo que le impone su cultura, pero le di la mano como despidiéndome y se la apreté todo lo que me pareció y todo el tiempo que me sugirió el alma. Le di una sonrisa y se fue al hospital a ver al marido.

Desde entonces estuve esperando al hijo. Hoy, mi último día en el Instituto, lo esperé hasta última hora. No vino. Así que baje la persiana. La habitación que había sido mi refugio creativo, mi lugar de trabajo durante más de veinte años, quedó a oscuras, inundada por la penumbra. Ya no había nada que explicar, los recuerdos serían ahora estériles, así que no miré atrás. Giré el pestillo que impediría que luego se pudiera abrir la puerta y la cerré. Saqué las gafas de sol y me las puse. Respiré hondo. Bajé las escaleras. Dejé las llaves en la conserjería y me despedí de los que estaban allí. No tenía nada que decir. No eran momentos para las palabras. Se trataba de mirar al frente, de seguir adelante, de no fijarse en las estelas en el mar.

Salí de allí y desde ese mismo instante entré aquí.