Él iba delante y portaba esa expresión que sólo pueden mostrar los muy gordos, los que tienen una tripa tan prominente que llega antes que su flequillo a cualquier parte y que les obliga a llevar la cabeza bien alta y los brazos separados del cuerpo, en una actitud que, aunque parece un tanto desafiante, no es más que la consecuencia necesaria de la falta de espacio para poder situarse más cerca de las caderas. En todo caso, quedaba claro que en aquel grupo él era el jefe, el que marcaba el rumbo, el que decidía y el único que podía ser él mismo.
Detrás, una mocita de siete u ocho años seguía dócilmente los pasos del jefe, posiblemente de su padre, y se adelantaba a la madre, que llevaba de la mano a un chaval y en brazos a otro. La madre miraba hacia delante, como si no le interesara en absoluto el paisaje por donde iba pasando, como si no le llamara la atención ningún paisaje y como si tuviera asumido que su papel era el de parir niños, bregar con los niños y dedicarse a los niños, además de a lo que le indicara el padre, el jefe. No sé si su presente le gustaba o no ni si se preguntaba por su futuro. El caso es que miraba fijamente de frente, andaba monótonamente hacia delante, se movía rutinariamente cargando con el peso del niño y llevando en la mano al otro niño. Su cuerpo era también un ejemplo de sobrepeso. Me fijé en su brazo izquierdo, gordo, ancho y moreno. En su parte exterior llevaba tatuada la palabra “JOSE”. Visto el cuadro, me pareció que aquella mujer, su cuerpo y su vida, eran de propiedad privada. Ojalá me haya equivocado.