La ausencia del respeto es clamorosa. En cambio, ha ido creciendo la absurda creencia de que el mundo de todos es una especie de propiedad privada de unos cuantos, que pueden hacer lo que les dé la gana, sin que nadie tenga por qué protestar. Son muchos los casos que se pueden ofrecer de estas inhumanas actitudes crecientes. Por ejemplo, en un bar alguien puede reír a carcajadas estentóreas, hablar al volumen que prefiera y gritar lo que le salga de sus vísceras, porque el bar no lo considera un sitio público, en el que pueden estar a gusto todos y en el que no se debe molestar, sino que es como si fuera su casa. Por la calle, a alguno poco dado a la limpieza se le puede acabar el paquete de tabaco y lo puede tirar al suelo, o, si le viene bien, puede escupir en el suelo -¡han vuelto también a eso!- porque la calle es como si fuese suya. Si el equipo nacional femenino de fútbol gana el campeonato mundial, el presidente de la Federación puede atrapar ostentosa y públicamente su estructura gonadal, como si fuera un aficionado tosco y garrulo, y puede obligar a recibir un beso en los labios a una jugadora, porque las jugadoras son como si fuesen de su propiedad y estuvieran a su disposición. No se sabe si con ello intentaría proponer un modelo de comportamiento a alguien o era un efusión de patriotismo deportivo o que el machismo descerebrado le hervía.
En general, las normas parecen entes desconocidos o innecesarios. Es el caso, entre otros, de las de circulación, en donde los límites de velocidad, no conducir con el móvil en la mano, las direcciones prohibidas y los pasos de peatones son entes que parecen sobrar. Durante las madrugadas unos mindundis pueden pasar por la calle cantando o hablando en voz alta, sin la menor conciencia de que están molestando a quienes duermen. Hacer las cosas bien ha dejado paso a hacerlas de cualquier manera. Huir de ser y parecer un garrulo ha sido sustituido por hacer ostentación pública de serlo. Hablar con los hijos para ir educándolos poco a poco se ha sustituido por comprarles un móvil en cuanto pueden sostenerlo y que se eduquen ellos solos. La complejidad de la realidad ha dejado paso al imperio falso de lo simple, como se ve en las músicas y los juegos de los ciudadanos de poca edad. Lo simple se manipula mejor, pero ellos no lo saben ni les importa. Lo único importante es conseguir dinero, tener dinero, tener, y que no te rayen la cabeza con monsergas de humanidad y de cultura.