29 de octubre de 2020
La avenida tenía dos calzadas, una en cada sentido, separadas por una acera. En cada uno de los bordes de las aceras había un semáforo con un botón que los peatones podían pulsar si querían cruzar la calle. En la acera contraria a la mía había un niño. No sé los años que tendría, pero vendría a medir un metro. Tenía cara de espabilado y llevaba unas gafas que dominaban su imagen.
A su altura llegó un listo que, con el aire chulesco que exhiben todos los listos, comenzó a cruzar la calzada con el semáforo en rojo. El chaval, cuya madre estaba a unos metros de él charlando con alguien, le gritó:
-¡Que el semáforo está en rojo!
El listo lo miró con aires de superioridad, como diciendo que eso no era para él, le esbozó una sonrisa y siguió cruzando.
-¡Que está en rojo el semáforo! -insistió en chaval.
El listo volvió a mirarlo y, sin perder su sonrisita estúpida, decidió pararse en la acera intermedia.
A los pocos instantes, el semáforo se puso verde y el niño, para rematar la jugada, le gritó al listo:
-¡Ahora ya está verde!
El listo, que no se había dado cuenta del cambio de color, continuó cruzando y poniendo una cara como de querer decir que qué gracioso era el niño.
Cuando pasé a la altura del niño, le mostré la mano con el pulgar hacia arriba, le sonreí y le guiñé un ojo. El chaval sonrió.
Hay esperanza.