Hay quien dice, y creo que es cierto, que se están perdiendo los valores, que se vive de la manera que sea más agradable para cada individuo, que el otro no existe, que solo vale el capricho y la ocurrencia de última hora que le vengan bien a quien los tiene.
A mí me parece que la degradación humana que supone todo lo anterior es un poco más profunda que lo que pueden dar a entender las anteriores palabras. Los valores no son algo que afecte solo a lo sensible, a los sentimientos, y acaben ahí. La solidaridad no es únicamente el sentimiento que nace en mí por que a mí me dé pena la situación en la que vive una persona y nada más. Puede que nazca así, pero lo que da humanidad, sentido y fortaleza a una respuesta solidaria no son los sentimientos, sino la racionalidad que me hace entender que todos somos iguales, que todos tenemos los mismos derechos, que si alguien está viviendo una situación difícil para él, nosotros, si honestamente sabemos y podemos, debemos estar pendientes y ofrecernos a ayudarle, si pide esa ayuda o hace pública su necesidad. Lo sensible y lo sentimental producen limosnas, palabras bonitas, aunque huecas, o excusas baratas. Los valores bien racionalizados ofrecen actitudes que se traducen en actos concretos, de los que se sabe no solo las razones por las que se hacen, sino por las que se deben hacer. Es esta racionalidad la que hemos expulsado de nuestra práctica común, además de los valores. Y con ella la conveniencia y la necesidad del ser humano de preguntarse siempre ¿por qué pienso lo que pienso?, ¿por qué digo lo que digo? y ¿por qué hago lo que hago? Así, con esta desgraciada expulsión, se prescindió de la ética y así surgió este caos cruel.