Hace algo más de un año fui a comer con una persona a un restaurante de Madrid cercano al Congreso de los Diputados. El comedor era un salón largo, en el que cabrían unas seis o siete filas de mesas entre la entrada y el fondo. Nosotros nos pusimos en la primera fila, cerca de la puerta de entrada. En el fondo, en la última mesa, estaba el hoy ministro Montoro junto con tres o cuatro personas más. No había muchos comensales aquel día, pero me fue muy difícil mantener una conversación normal con mi acompañante por la cantidad de risotadas estentóreas que procedían de la mesa del señor Montoro y acompañantes. No comimos mal, pero fue una estancia desagradable por el clima de ordinariez, de falta de respeto y de ruido caprichoso creado por estos señores. Digamos que la impresión que teníamos allí es que estos señores iban a lo suyo, a hacer lo que les salía de sus adentros y que las posibles molestias a los demás les traían al fresco.
Hoy, viendo lo que el Ministerio de Educación ha hecho, con una chulería impresentable, con los temarios de las oposiciones, oyendo los proyectos del ministro Gallardón y sufriendo el estilo de gobierno del PP, me ha venido a la mente el episodio del restaurante. Los ciudadanos les importamos muy poco. Van a lo suyo y se ríen, pero de nosotros, ante la pasividad de los espectadores, que parece que no se enteran de nada. La única esperanza es que la rabia parece que va creciendo un poco.