El editor no lo sabe, pero el sábado pasado me escapé a la fiesta del Orgullo. Fui a hacer fotos –hice 600 y ya pondré algunas aquí, cuando tenga tiempo-, pero sobre todo fui a echar fuera la solidaridad que me salía de dentro. Fue un fiestón. Y un día grande, un día de libertad, de deseo y exigencia de igualdad –que es horizontal-, más que de tolerancia –que es vertical-, de alegría, de naturalidad, de ingenio, de gracia, de elogio de la desnudez o, al menos, de la que es posible en una ciudad. Volvía a casa con el ánimo exaltado, como cuando el momento va pidiendo duración. Y tuvo que ocurrir. Porque la vida te ofrece siempre esos momentos absolutamente innecesarios, pero imprescindibles para poder vivirla con una dosis suficiente de realismo y para que los músculos de la sonrisa no se emborrachen de actividad. En Callao, con el suelo levantado por la mancha de las obras que se extendía hasta allí, entre tierra, adoquines y vallas, con la gente que lo ocupaba todo y un calor tremendo, mitad climático y mitad humano, apareció, cargando a una niña que colgaba de su brazo derecho, una mujer cubierta de ropa hasta los pies, con un pañuelo que le cubría la cabeza hasta las cejas y un velo que le dejaba visibles sólo los ojos.
.