La actuación de los seres humanos suele ser muy compleja en sus motivaciones y en sus circunstancias. Clasificarla es una tarea difícil y hay que generalizar mucho para obtener una taxonomía que no pueda ser calificada de imaginaria. A mí me parece que un criterio que se puede adoptar para analizar las actuaciones humanas es el de los efectos sobre la sociedad en la que se realiza la acción. Así, podemos encontrarnos con acciones destructivas y acciones constructivas. Las primeras son aquellas que producen una resta en las existencias de la sociedad. Se resta, se rompe, se aminora, se destruye, se termina con menos que cuando no existía aún la acción. Los que causan tales efectos suelen ser los tontos, los gilipollas, los resentidos, los ignorantes, los individualistas, los egoístas, los antisociales, los egópatas y, en general, los malos, los que van en contra del respeto a los derechos humanos y de la dignidad de las personas. Las acciones constructivas son, por el contrario, propias de quienes piensan más en los otros que en ellos mismos, que respetan con delicadeza a las personas, aunque piensen de manera distinta a ellos, que dialogan, que no contestan los insultos porque la guerra no genera la paz, sino, en el mejor de los casos, la calma, que son amables porque aman y que crecen porque ayudan a crecer.
Es bueno plantearse antes de actuar, de hablar, de escribir o de decidir, en qué lado de las consecuencias nos situamos. Como si el futuro de la humanidad dependiera del resultado de nuestra acción. Claro que no todo el mundo está dispuesto a situarse en tal coyuntura. Y ese es el problema.