Vivimos el triunfo del corto plazo, de lo inmediato, de lo que causa placer y lo causa ya. Lo demás puede que exista, pero como si no. Se le ningunea y ni se le mira. Está de moda la chatez mental y nadie se atreve a mirar más allá de sus narices, no sea que vea algo que le altere su equilibrio plano.
Miro a la gente por la calle. Unos centrados en lo que oyen por los auriculares que llevan en las orejas. Otros concentrados en la pantalla del móvil, como si de un momento a otro fuera a aparecer en ella el secreto más buscado. Otros atienden a los dos reclamos a la vez. Da igual que pasen por un árbol sumido en la belleza del otoño, por un jardín pleno de flores primaverales o por un pobre hombre que duerme aterido por el frío de la noche. Lo que vale es lo que sale por el móvil, lo último, lo que reclama la atención con urgencia.
Invitas a comer a casa a unos amigos. Se sientan en donde hay cuadros, algunos de una belleza reconocida. Da igual: no los miran. Hay libros en diversos lugares. Es lo mismo: no les interesan. No preguntan qué estás leyendo. Tampoco ellos leen nada. Se preocupan por el placer, por la diversión, por lo que tienen entre manos en esos momentos. Más allá no hay nada. El arte está más allá, pero en el lugar en el que no se mira. El pensamiento está más allá, pero en el sitio al que no se sabe ir. El sentido está más allá, pero lo que les importa está más acá, en la superficie de una pizza, en el interior de una hamburguesa o en alguna pantalla. Y nada más.