Deberíamos tener clara una cosa: la
vida es creación. En las entrañas mismas de la vida está la
creatividad, la búsqueda constante de algo nuevo que dé sentido e
ilusión a la no siempre fácil tarea de vivir. Lo mismo le pasa al
arte, a la ciencia, a la cultura y, en general, a todas las
actividades que nos hacen avanzar el el camino de convertirnos en
seres cada vez más humanos y de generar un mundo en el que podamos
vivir todos y de la mejor manera posible. La vida de verdad, o la vas creando o no la vives.
Pero cuando la creatividad desaparece,
cuando el interés por descubrir lo nuevo, por progresar en el
infinito camino de creación de lo humano deja de ser una meta y ni
siquiera nos queda como un recuerdo, entonces lo que nos domina es la
rutina. La rutina es la representación más cercana de la muerte.
Sísifo fue condenado por los dioses a subir una enorme piedra hasta
la cima de una montaña y, una vez allí, dejarla caer para volverla
a subir de nuevo. Y, así, eternamente. Sísifo tenía al menos el
interés -inútil, pero interés- de subir la piedra. La rutina en
cambio se desarrolla en un terreno plano, en donde la monotonía, la
repetición, lo de siempre, la pereza, el odio al esfuerzo, la
desidia, el aburrimiento y la soledad se te meten dentro y te pesan
más que el alma. El mismo sin sentido, la misma ausencia de meta, la
misma carencia de ilusión que supone la muerte, la tiene la rutina.
Todas las personas -yo, el primero-,
todos los partidos políticos, todas las instituciones deberían
plantearse en serio el grave problema de su relación con la rutina.