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martes, 2 de noviembre de 2010

La boda


He estado en una boda como Dios manda, con cura, vestido blanco con cola, pedrería fina, fracs, banquete, risas, vivas, sable para partir la tarta, sorpresas y emociones variadas. Todo muy bien. Ha sido una ocasión espléndida para reunir a miembros de la familia dispersos por la vida o, como es mi caso, por una peculiar y poco aglutinadora idea de los parentescos.

Lo de los parentescos ha sido lo peor del acontecimiento. Como no tengo facilidad para concentrarme durante mucho tiempo en los eventos en sí mismos, sino que se me va la cabeza y me pongo a pensar, me di cuenta de que ya había conocido a lo largo de mi vida a mi abuelo, a su hija, que era mi tía, a su nieta, que es mi prima y la madre del novio, que sería bisnieto de mi abuelo, y a los sobrinos del novio, los nietos de mi prima, que serían tataranietos, o así, de mi abuelo. He visto ya cinco generaciones. Seguramente esto sólo es posible en estos tiempos en los que la esperanza de vida es alta.

Desconozco cuál es el parentesco que me une con el hijo de mi prima, si es primo, sobrino u otra cosa distinta. No tengo la menor idea de lo que serán respecto a mí los nietos de mi prima, unos chicos encantadores y educadísimos, lo cual hoy es raro de encontrar. El caso es que quise contarle a la hija de mi prima una anécdota de mi abuelo, que era su bisabuelo, y me formé tal lío intentando contarle los parentescos desde su punto de vista, para que lo entendiera mejor, que creo que ni me expliqué ni, lógicamente, captó el mensaje.

Quise interpretar el origen del frustrante relato y me tropecé con la fuente de la angustia. Cinco generaciones. La silla que antes viajaba mirando hacia delante ahora ya está de costado y dentro de nada mirará hacia atrás. Es la urgencia por vivir. Es el río que se acerca a la desembocadura y que misteriosa y peligrosamente se ensancha, como si el delta fuera una dulce mentira para suavizar la llegada al mar.