En este mundo en el que estamos hay asuntos que tienen mucha importancia, pero también una cierta dificultad. Uno de ellos es el de tener la suficiente sensibilidad como para captar y asumir los valores que nos construyen como seres humanos y que permiten construir un mundo mejor. Otro es, una vez asumidos unos valores, establecer razonadamente, no por mero interés, unas preferencias de unos sobre otros, una jerarquía de valores válida en cada caso.
Por ejemplo, ante una enfermedad contagiosa, una persona puede poner como prioritario el valor de la salud, tanto la suya como la de los demás, y consecuentemente se vacunará; otra, en cambio, considerará que su derecho a no medicarse más que cuando le dé la gana es superior al valor de la salud propia y de los demás. O también, un Gobierno puede considerar prioritario el valor de la salud de la población y unos jueces creer que por encima de ese valor está el derecho del que no se quiere vacunar a poder moverse libremente por donde quiera, aunque así contagie a muchos.
Cada cual justificará sus posturas con las oportunas razones, pero, por lo que se ve, es muy difícil hacerlo de manera convincente para que beneficie también a cualquier persona que esté más allá de la propia piel. La propia piel es la barrera ideológica, intelectual y moral de un número cada vez mayor de personas.