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lunes, 14 de diciembre de 2020

Caricias



 El capítulo de “El espejo de nuestras penas”, de Pierre Lemaitre, que acabo de leer se desarrolla en una prisión, en plena segunda Guerra Mundial. El gobierno francés ha decidido trasladar a los internos, una mezcla de delincuentes comunes y de lo que llamaban “comunistas” y enemigos de Francia, a otro penal más alejado de París. Los reclusos son sacados con toda urgencia de sus celdas sin decirles nada de a dónde van. No saben si los van a trasladar a otra prisión o si los van a fusilar. La angustia les domina. Están asustados y temblorosos. Como único intento de convencerlos, reciben algún que otro culatazo en alguna parte de su cuerpo. Los meten en un autobús con las ventanas pintadas de azul oscuro, para que no sepan a dónde van, y sin comida, sin bebida, sin poder ir al baño, sin información y sin poder hablar ni mirar hacia los compañeros, los tienen viajando durante seis horas, que luego serán más.

Pongámonos en la piel de uno cualquiera de estos presos. Las condiciones de la prisión las podemos imaginar: miserables, sucias y repulsivas. El trato, inmisericorde. Los derechos humanos ni se conocen. Y ni una sola caricia, ni una sola muestra de cariño, ni un pequeño detalle que hable de un mundo agradable, sano, mínimamente alegre.

Salvando las distancias, con la irrupción del Covid en el mundo, muchas personas -unas más y otras menos- están hoy así. Piensa en quienes viven solos, en quienes recibían el cariño de amigos, de vecinos, de no convivientes, y ahora, a lo sumo, sienten un codazo. La sequedad afectiva a la que nos somete el virus nos está afectando psicológicamente, y no sé hasta qué punto.

Recuerdo que cuando un conocido ultraderechista echó de su restaurante del centro de Madrid a una pareja de mujeres que se estaban besando, porque no le daba la gana de que eso se hiciera en su local, se organizaron besadas en la puerta durante varias semanas en protesta por tan estúpida y discriminatoria decisión. Cuando esto acabe, que supongo que acabará, deberíamos celebrar besadas, abrazadas y acariciadas para compensar esta abstinencia, que espero que no imprima carácter.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Educación



 No puedo reflejar aquí todas las lecturas en las que me refugio de esta cólera de la naturaleza en la que nos movemos: no tengo tiempo para hacerlo. Pero ayer me encontré con una descripción de la educación de un niño que no me resisto a poner aquí. Está en el libro de Pierre Lemaitre, El espejo de nuestras penas”, publicado por Salamandra. Muestra cómo los padres, en este caso una madre, puede hacer de un niño un ser inhumano, un engendro antisocial, un delincuente. Para ello, en lugar de sacar del niño los talentos que tiene en ciernes, lo que hace es proyectar sobre él las frustraciones, los odios, la sed de venganza y todas las vivencias negativas almacenadas en la mente. El niño se convierte en una víctima de unos señores que no tendrían por qué dedicarse a la procreación ni a la educación.

Pongo aquí un extracto de lo que aparece en la página 207 y s. Habla la hermana mayor de un bebé adoptado que, por diversas circunstancias, resultaba odiado -el odio, una vez más-:

—Era un niño muy guapo. Risueño. La nodriza, que era una holgazana (…) lo cambiaba lo menos posible, para evitarse trabajo, así que el niño aprendió a andar con pañales que pesaban un quintal. Por la noche, tenía que echarle polvos de talco y acariciarlo un buen rato para que se durmiera. Sí, era mi muñeca, pero lo cierto es que la única persona que lo quería realmente en aquella casa era yo, y los bebés notan esas cosas. Aún así, en cuanto empezó a andar, todo cambió. La reina madre bajó del trono para “ocuparse” de él. Despidió a la nodriza para hacer como con las criadas, sustituirla todos los meses. Nada peor para un niño que los cambios constantes: pierde las referencias, no puede adquirir hábitos... Las nodrizas se encargaban de cuidarlo. Mi madre, de su educación. Se entregó a la tarea con ganas. Por fin tenía un papel a su medida: el de madre que educa a su hijo de cara al exterior, mientras en secreto disfruta haciéndolo fracasar. Nunca le dio tregua. En ningún terreno. Lo obligaba a comer lo que más odiaba en nombre de la correcta alimentación, le prohibía los juegos que le gustaban en nombre de la correcta educación... Sí, para mi madre, todo tiene que ser correcto, correcto según su criterio. Lo que le imponía al niño era lo que le convenía a ella, lo que la aliviaba. Tener que ver a aquella arpía ensañándose con aquella criatura es la peor prueba que me ha puesto la vida. Era un niño bueno ¿sabe? Pero las privaciones de todo tipo, las prohibiciones, la falta de cariño, el abuso constante de la autoridad, la supresión de las diversiones, los castigos, las horas en el cuarto oscuro, donde gritaba de terror, los deberes interminables, multiplicados sin cesar. Las humillaciones, los ingresos en los internados más estrictos, por no hablar del desprecio... Todo eso acabó con él. No tenía mal fondo (…) Fue primero difícil y luego francamente imposible. Mentiroso, tramposo, ladrón... Se escapó de todos los internados, se pegó con todos sus profesores... Mi madre decía: «¡Míralo! ¡Es una mala persona, y nada más!» Todo el barrio la compadecía.

(…) En cuanto tuvo la edad, se alistó en el ejército. Se licenció con el título de electricista. Es un chico inteligente, muy hábil con las manos. Lo movilizaron hace un año, es soldado. [Estamos en la segunda Guerra Mundial]

(…) Hasta de soldado ha seguido siendo fiel a lo que es, un granuja. Yo lo adoro, pero... En su última carta, me pide dinero y me informa de que está en la prisión militar de Cherche-Midi. Asegura que es un error judicial, como siempre. Le habrá birlado las medallas a un general para venderlas al peso... Yo ya no le doy importancia. Mañana será otra cosa.


El espejo de nuestras penas” es la tercera novela de una trilogía titulada “Los hijos del desastre”, formada por “Nos vemos allá arriba”, “Los colores del incendio” y por esta que comento hoy.