Cada día tiene sus noticias positivas
(aunque a veces sea difícil encontrarlas) y sus novedades negativas
(éstas sí que no fallan). Hoy hemos tenido el infortunio de
enterarnos de que José Luis Sampedro había muerto el domingo.
Siempre me pareció Sampedro un hombre
al que había que escuchar, una de esas mentes preclaras, con los
ojos bien abiertos y las neuronas convenientemente organizadas como
para que sus palabras ayudaran a entender el presente y a ver venir
el futuro.
Tuve la suerte de conocerlo
personalmente a mediados de los años 80. Un grupo de profesores del
instituto en el que yo estaba destinado teníamos la convicción de
que los alumnos tenían que saber mucha lengua y muchas matemáticas,
pero que también tenían que aprender a vivir. Como el director del
instituto no ponía inconveniente y el jefe de estudios era yo, nos
pusimos manos a la obra y llevamos allí a personas que pudieran
decirles cosas interesantes a los alumnos. Que yo recuerde, llevamos
a Jaime Chávarri, director de cine, y al pintor Manuel Alcorlo
(¡Cómo te reconozco todo lo que hiciste, Teresa Vidaechea!). A José
Luis Sampedro lo llamé yo, porque alguien me dio su teléfono, y
vino sin hacerse en absoluto de rogar.
Recuerdo con claridad que la única
condición que puso fue que lo fuéramos a buscar a su casa, puesto
que él no conducía (en eso también le copié). Fuimos a recogerlo
en el coche de Beatriz González (¡Ah, si aparecieras!). Detrás
íbamos Yolanda y yo. Él vivía entonces en la calle de la Reina, en
Madrid, y le dejamos, claro está, el puesto del copiloto, dado que
el coche no era demasiado grande. Nada más entrar él, nos
presentamos y lo primero que hizo fue pedirnos que, si nos parecía
bien, nos tratáramos de tú. Si ya estábamos bastante acogotados
por llevar en el coche a una persona de la valía de Sampedro, su
propuesta nos dejó ya del todo desconcertados, pero lógicamente le
hicimos caso. Con ello logró un estilo de comunicación que nos
resultó a todos muy valioso.
Ninguno sabíamos de qué nos iba a
hablar en la charla con los alumnos. “De la vida” le decíamos a
los que preguntaban. Yo lo presenté diciendo que era un chaval
joven, porque así lo mostraba su mente, y pude ver una sonrisa
cómplice en su rostro y unas caras de sorpresa en la concurrencia,
que no entendía cómo me refería yo con esos términos a una
persona que entonces tendría más de sesenta años. Pero lo
entendieron enseguida. En cuanto tomó la palabra, lo primero que
hizo Sampedro fue preguntar de qué querían los oyentes que les
hablara, porque a lo que no estaba dispuesto es a ponerse a hablar
una hora o más de cosas que no tuviera ningún interés para la
concurrencia. El auditorio se desconcertó, pero con la ayuda del
propio Sampedro y de alguno que rompió el hielo, salieron ocho o
diez temas sobre los que había interés entre los asistentes. Él,
entonces, pidió unos minutos para hilvanar su discurso y nos
obsequió con una charla sabia, amena, útil, humana y que respondía
a lo que la gente le había pedido. Recuerdo todavía la satisfacción
con la que la gente salió de aquel acto. Por supuesto, no cobró
nada por echar la tarde con nosotros.
Muchas frases circulan últimamente por
las redes mostrando lo que pensaba José Luis Sampedro. Yo quiero
recordar hoy algo que me dijo, que luego leí en algún texto suyo y
que me marcó como profesor.
“La enseñanza
-afirmaba- no es más que amor y provocación”
Y lo explicaba diciendo que si no se
ama a los alumnos no se puede hacer con ellos nada que les beneficie.
¿Cómo te vas a dedicar a ellos, cómo vas a explicarles algo hasta
que lo entiendan, si no los quieres? Sin amor no sale bien nada.
Pero, además, a los alumnos hay que provocarlos, hay que abrirles
los ojos, hay que plantearles un problema con claridad, para que lo
vean. Lo sientan y se den cuenta de que necesitan resolverlo. Sólo
entonces se pondrán a buscar la solución y harán suya la
situación. Ponerse a explicar cosas que les resbalan a los alumnos
es perder el tiempo. A mí esta idea me llegó muy dentro y durante
toda mi actividad como profesor he intentado ponerla en práctica.
Hoy estoy convencido de que no sólo la enseñanza, sino la vida -ese
camino que consiste en estar aprendiendo constantemente- no es otra
cosa que amor y provocación.
Ahora yo, víctima de la tristeza por
la desaparición de José Luis Sampedro y de esa angustia vital que
te proporciona la maldita y absurda presencia de la muerte en la
vida, no quiero decirle que descanse en paz. Los muertos ni se cansan
ni descansan. Lo que sí deseo es que su pensamiento siga vivo en el
mundo, para que con él no descansemos nosotros y para que nunca
estemos en esa paz cercana a la muerte, sino en la guerra de los
vivos por la libertad y por la igualdad, como quería él, como hizo
él.
Hoy estamos algo más solos, pero que no falte el cariño para todos. Buenas noches.