Tú y yo, mientras estamos vivos, somos
volcanes en erupción. De mi cráter sale lava que rebosa y resbala
por la ladera de mi vida. Cuando solidifica, una parte de ella se
convierte en palabras que dan lugar a ideas. Otra parte de la lava se
convierte en besos, en abrazos y en afectos. Una última parte de lo
que expulsa el cráter llega a convertirse en hechos. Nunca se sabe
el destino ni de las palabras ni de los afectos ni de los hechos,
pero salen y ahí están. Pero mi volcán expulsa también un humillo
blanco, una columna casi imperceptible de materia gaseosa, un
acompañante siempre presente de la lava, que va buscando por los
aires reunirse con otras columnas de humo similares. Es un humo que
aspira a ser limpio, noble, generoso, constructivo, que no pretende
alejarse demasiado de la superficie, al que le gusta volar libre y
conectar con otras columnas humeantes similares a ella, pero que
encuentra muy pocas. Las columnas que salen de los volcanes no son
blancas, sino que tienen el color del dinero, del egoísmo, de la
esclavitud, de la mala voluntad, del individualismo, de la
desconfianza, del encorsetamiento. Con todas estas columnas tan
variadas, tan dispares, se forma un aire viciado, bastante
irrespirable, que invita a huir. Algunos volcanes no queremos huir y
luchamos entre las alternativas de apagarnos o de explotar. En esas
estamos.