Ya se notan con claridad en la vida cotidiana los efectos molestos y degradantes de la incultura. Han transcurrido demasiados años en los que muchos padres y madres se han olvidado de educar humanamente a su prole y de que se empequeñecieran o desaparecieran de los planes de estudio las asignaturas que hacían reflexionar a los alumnos y a las alumnas y ayudaban a desarrollar su pensamiento crítico. Ahora vivimos de esas inacciones y de esas ausencias.
La cultura es la manera de vivir como seres humanos entre el resto de seres humanos, sin que haya que prescindir de ninguno y sintiéndose todos relacionados con los demás, precisamente por su humanidad.
La cultura es distinta de la instrucción. Esta se adquiere en la escuela, desde el parvulario a la universidad, y desarrolla en el ser humano su capacidad de convertirse en un experto en algo. La cultura, en cambio, se comienza a construir en la familia, en donde se adquiere la costumbre de tener buenas conductas y de asimilar en la vida valores humanos, constructivos y solidarios. El contenido de estas conductas y estos valores conseguidos en la familia se justifican luego en la escuela: si en casa te inculcan la norma del respeto a los demás, en la escuela te deberían dar las razones de por qué hay que hacerlo, o si en casa te dicen que hay que comer despacio y masticando mucho, en la escuela te deberían decir el porqué de tan higiénica costumbre, o si en casa te han acostumbrado a seguir la norma de ser solidario, en la escuela tendrían que justificarte por qué es más humano ser solidario que egoísta.
Sin embargo, se ha ido extendiendo la práctica de no acostumbrar al joven, ni en la familia ni en la escuela, a seguir normas para desarrollar una vida humana, ni a desarrollar los valores convenientes para tal propósito, con lo cual no solo ha salido de la mente del ciudadano la ética, sino que su vida se ha ido empobreciendo y embruteciendo, hasta hacerla muchas veces desagradable para los demás y difícilmente vivible para todos.
Los valores que convierten a alguien en un ser humano y al mundo en un lugar de acogida para todos se han ido convirtiendo en rarezas, dando paso a la figura del bruto con aspecto humano, pero bruto. Se echan en falta el respeto, la libertad, la igualdad... La solidaridad ha desaparecido de la práctica común, siendo sustituida cada vez más por un individualismo absurdo y un deseo egoísta de acaparar dinero de la manera que sea -porque vale cualquier método- y a costa de quien sea. Algunos zoquetes con intereses han hecho creer a los más vacíos que la libertad no consiste en ser capaz de hacer lo que se debe hacer, el bien, sino en elegir los caprichos que cada cual tenga o los que pueda pagarse. La igualdad, que se concreta en las igualdades, va cuesta abajo, porque aún hay muchos contravalores egoístas y particulares en la mente de muchos ciudadanos. Todavía hay, por ejemplo, quienes creen, dejándose llevar por una ignorancia injustificable y culpable, que el feminismo es algo superfluo que no es necesario conocer bien. No se dan cuenta de que, al igual que ocurre con la democracia, el feminismo es la única manera de conseguir la igualdad real entre los hombres y las mujeres. Los listos que creen que el feminismo no es necesario ni merece la pena, actúan como brutos machistas inhumanos en cuanto las circunstancias les sobrepasan un poco.
Continuará