Un gran fotógrafo, del que he puesto algunas fotografías en este blog, se preguntaba en una ocasión
“¿No es precisamente el fotógrafo quien “escribe con la luz”?”. Sin duda que esto es así, pero también lo es que hay algunos escritores que fotografían la realidad con la palabra. Entre ellos destaca, en mi opinión, como un maestro
Manuel Vicent. Porque no se trata sólo de ofrecer una visión certera de la realidad, de la visible y de la que se esconde tras la apariencia cotidiana, sino también de hacerlo con los juegos de lenguaje apropiados para que aparezca el arte.
Un ejemplo de los muchos que ofrece este escritor es el que aparecía en la última página de
El País del domingo 22 de febrero de 2008. Lo pongo aquí para que goces con su lectura. Su título es “
Vacío”.
Montó en el coche de 16 válvulas y primero se palpó los genitales para comprobar que seguían en su sitio, luego acarició el salpicadero para estimularlo como se hace con los caballos, estiró la yugular con un gesto de halcón, puso en marcha el motor y finalmente el tipo arrancó encabritado para convertir la máquina en un arma. Tumbó la aguja a 190 y enseguida montes, valles y sembrados se fundieron con su mente en el cristal del parabrisas. Le bastaba con impulsar un poco la suela del zapato y la máquina obedecía: a cada segundo se tragaba el horizonte con más voracidad. Podía aniquilar a su antojo el tiempo y el espacio, esos dos conceptos estúpidos de la creación; de hecho a 220 por hora el tipo comenzó a sentirse amo del vacío. En plena exaltación decidió hacer un alto en el camino y en cuanto entró en aquel bar de carretera su existencia volvió a llenarse de intrascendentes actos anodinos que pertenecen al resto de los mortales. Bostezó, se rascó una oreja y después de vaciar la vejiga sobre la raja de limón del urinario, escribió el número de su teléfono móvil en la puerta de uno de los retretes. Lo había hecho muchas veces en otros bares de carretera. Mientras tomaba una ración de queso contempló una vitrina repleta de mantecadas, tarros de miel y embutidos de la comarca. Dudó si comprar un chorizo. Ése fue el pensamiento más profundo que tuvo ese día. Miró el reloj. Volvió a montar en el coche, acarició el salpicadero y salió disparado. De nuevo el tiempo y el espacio se constriñeron en un punto, pero ahora el vacío no era distinto de la propia soledad. Si es cierto que un segundo antes de morir se concentra toda la vida en un solo pensamiento, a 220 por hora, antes de ver el camión que se le venía encima, el tipo pensó en el chorizo que estuvo a punto de comprar. Jamás supo si se había salvado del golpe mortal, aunque al llegar a su destino comprobó que los genitales seguían en su sitio. Vivía solo. Su número de teléfono anotado en todos los retretes del camino era su única conexión con el mundo, pero nunca nadie le había llamado. Una vez en casa, el tipo habló con el gato en la cocina y luego se cortó las uñas mirando por la ventana. Como les pasa a muchos, tal vez había muerto y lo ignoraba.
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