Veo este país como un inmenso teatro,
en el que se está representando una desagradable tragedia y en el
que una multitud de decorados, de cortinajes, van situando a los
espectadores en el ambiente que los desconocidos autores de la obra
quieren. Hay veces en las que, sobre un fondo de alusiones
educativas, aparece Wert diciendo barbaridades, que el personal mira
y traga sin pasmo alguno. Luego, sobre una cortina cuatribarrada,
aparece Mas aportando sus sueños de independencia y de soberanismo,
y medio país lo mira absorto, olvidándose de que el otro medio
tiene hambre. De vez en cuando, sobre unas caras de Mouriño y de
Messi, el fútbol hace acto de presencia y se encarama en el foco de
atención fundamental de la ciudadanía que huye. Todos estos
cortinajes, y otros más, van alternándose con el de los recortes,
que de vez en cuando aparece ante los espectadores, que parece que
están un tanto cansados de la obra y hechos ya a la idea de que las
cosas son así. El último telón, el que muy pocos asistentes
intuyen, pero que es el que le da sentido a la obra y el que más
ayuda a entender su mensaje, aún no ha aparecido. Se dibuja en él
una sociedad nueva, en la que los espectadores son muy mal tratados y
en la que la desigualdad, las injusticias y la desesperanza aparecen
con crudeza. Este último decorado ha sido realizado mientras los
ciudadanos se entretenían con los anteriores, pensando que cada uno
de ellos era lo más importante que se podía ver en el momento.
Cuando acabe la función, las empresas fabricantes de los decorados
se frotarán las manos y los espectadores no sabrán si salir de la
sala hacia la nada o quedarse en ella a esperar que le preparen otra
obra distinta.