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domingo, 13 de septiembre de 2020

Dicho en el pasado. ¿Es esto posible?


Las palabras salen al ritmo que marcan la mente del hablante y la comprensión del oyente. No hay prisas, sino una calma voluntaria que no se quiere perder.
No se trata de ganar ninguna partida. Cada uno dice lo que piensa, y el otro piensa lo que oye. No es una batalla, sino un paseo común por el campo de la palabra.
El volumen de la voz es el conveniente para que los interlocutores se oigan, pero sin que nadie más se vea en la obligación de oír sus palabras.
Los silencios no son tiempos muertos, sino activos. Son compartidos, pero no problemáticos ni embarazosos. En el silencio se piensa y se habla. Se disfruta tanto de la palabra como del silencio.
El hablante observa la repercusión que sus palabras tienen en el oyente, para evitar el posible atosigamiento o un eventual cansancio.
Nadie interrumpe. El oyente acompaña atentamente al hablante hasta que acaba, salvo para ayudarle a expresarse, pero nunca para desviar el tema de su charla. Hay un respeto fundamental por el otro, por el acto de pensar y por la palabra.
La misma atención que pone uno al hablar pone el otro al escuchar.
No hay ruidos. En todo caso, sonidos que no distraen de la conversación.
No hablan de peculiaridades intrascendentes relacionadas con personas, y la conversación se centra en hechos o en temas de los que se puede conocer algo nuevo.
Unas notas de humor salpican la conversación. Su ausencia es más lamentable que su abuso.
Enseñan, si es el caso, pero ninguno pretende aparecer como enseñante, sino como aprendiz de lo que oye.
No juzgan a nadie, sino que analizan razonadamente lo que ocurre.
Los conversadores intentan crear un ambiente de cercanía, de empatía, de comprensión.
Cuando alguno no está de acuerdo, lo dice con amabilidad, eludiendo cualquier aspereza.
Sus miradas revelan cordialidad, incluso agradecimiento por el tiempo y por las ideas que el otro le regala a través de sus palabras.
Ninguno se considera superior al otro, por abundantes que sean sus conocimientos sobre el tema de la conversación.
Si uno descubre su propio error, lo reconoce noblemente y le da al otro el mérito que le pueda corresponder.
Los gestos son claros y expresivos, pero suaves. Enfatizan lo que dicen, pero buscando la precisión de las ideas, no su imposición al oyente.
La sonrisa domina el paisaje afectivo. Las discrepancias no rompen la relación que se crea al intercambiar honestamente las ideas.
Hablan con claridad y escuchan con atención. Ambos son presupuestos indispensables.
A través de la palabra sacan fuera lo mejor que tienen sus mentes. Comparten así su riqueza.
Me resulta cada vez más difícil poder conversar así.

viernes, 20 de julio de 2018

Buenos días. Aparecer




Hay que estar atentos y preparados para lo que pueda aparecer. 

Buenos días.


domingo, 11 de septiembre de 2016

viernes, 1 de noviembre de 2013

Buenas noches. ¿Quién educa aquí?





Pero ¿quién educa en este país? Aquí no paran de nacer niños, pero ¿quién los educa?

Conozco a padres ejemplares, magníficos, que saben que traer a un niño a este mundo significa ayudarle a que crezca como ser humano, no como una simple masa de carne alimentada. El problema es que el número de estos padres que ejercen de tales es muy escaso. Una multitud de ellos no tienen ni idea de lo que se podría hacer. Son progenitores, pero no padres. Como educadores están de vacaciones desde hace ya mucho tiempo.

¿Educan los profesores? El papel educativo de los profesores siempre he creído que era muy secundario. No es que no tengan que educar, pero su labor es peculiar. Un profesor debe aclararle a los alumnos, por ejemplo, que no deben abusar de los gusanitos ni de la pastelería industrial, porque no son comidas sanas y pueden traerles consecuencias perniciosas para la salud. Debe explicarles también el porqué, es decir, que son insanas porque tienen mucho colesterol y eso es grave para la salud. Pero si educar es crear hábitos buenos en el niño, acostumbrarlo a que actúe bien, eso no lo puede hacer el profesor, porque no puede controlar y cuidar de que el niño adquiera el hábito saludable y bueno de no comer esas porquerías. Eso es cosa de los padres. Y si los padres no actúan, de poco servirá lo que diga el profesor. El profesor puede y debe aclarar las ideas y colaborar así en la creación de buenos seres humanos y de buenos ciudadanos. Pero nuestros estúpidos gobernantes están quitando de los planes de estudios todas las asignaturas que se encaminen a este objetivo. En lo que creen es en un ser que debe saber matemáticas, pero que no es necesario que sepa pensar, ni ser libre, ni que crea en la igualdad ni en la democracia ni en el poder de la crítica. Prefieren una especie de máquina infrahumana. Y la sociedad los tolera e, incluso, los aplaude.

¿Educa la televisión? Yo creo que más de lo que se cree, pero más que educar, deseduca. No sólo por los contenidos que aparecen en ella, zafios, estúpidos y alienantes la mayor parte de las veces, sino por el estilo de sensibilidad que impone la televisión. Si te fijas bien, en la televisión todo discurre a una velocidad endiablada, no hay un ritmo que favorezca el pensamiento, sólo se valora lo llamativo, lo espectacular. Cuando alguien habla, tiene que hablar poco, para que no se aburra nadie. La atención está acostumbrada a fijarse sólo en lo que se mueve y en la pantalla todo se mueve. Cuando un alumno se pone delante de un libro, que ni se mueve él ni se mueve nada dentro de él, es incapaz de fijar la atención y ni comprende ni aprende. Si observamos la cantidad de horas que un niño o un joven o un adulto pasan delante de la televisión, acostumbrando al cerebro a estas maniobras absurdas, se echa uno a temblar.

¿Quien educa aquí, entonces? No lo sé. Buenas noches.

lunes, 17 de mayo de 2010

Atención


La lucha de contrarios es una metáfora para intentar describir la vida sorteando su complejidad: el verano y el invierno, el día y la noche, el calor y el frío, pero, sobre todo, la vigilia y el sueño. En el sueño pierdes el control de tu mente y tu relación con el mundo cae en dominios ajenos a tu conciencia y a tu voluntad. En la vigilia estás consciente, pero ¿estás de verdad consciente?

La sociedad tiene múltiples mecanismos para intentar que estés en estado de vigilia, pero como adormecido, sin que te des mucha cuenta de lo que pasa de verdad. Hay chorros de anestesia transparente que, o llevas la mascarilla de la crítica puesta, o te la tragas sin querer. Miras la televisión y sólo te enteras de las apariencias más espectaculares, pero puede que tú te creas que has captado así la cruda realidad. Oyes a un tipo repetir machaconamente una mentira y es posible que termines creyendo que lo que habías oído durante tanto tiempo era la verdad. Paseas por una ciudad y ves los coches y los troncos de los árboles y observas de lejos los edificios y te vas convencido de que ya conoces la ciudad y de que es preciosa. Hemos perdido la capacidad y el gusto por la atención. Nos hemos acostumbrado a hacerlo todo de cualquier manera, en lugar de vivirlo cada vez más atentamente. Sólo así nos podremos introducir en la senda del placer.

Haz la prueba de pasear por cualquier calle que conozcas, pero prestando atención a lo que ves. Te darás cuenta de la belleza que has dejado pasar de largo tantas veces como has paseado por allí. Mira las azoteas, las copas de los árboles, las esquinas. Verás que hay otro mundo dentro de tu mundo.

Si quieres vivir, vive con atención. Si no, todo da igual y perderás el tiempo. Haz la prueba.