Además de la acepción de pobreza que hace referencia a la ausencia de bienes materiales suficientes para vivir con dignidad, hay otra más dañina. Se trata de la pobreza intelectual, no sé si voluntaria o involuntaria, de quien intenta ejercer el poder de manera totalitaria, fascista, imponiendo caprichosamente a los demás esas opiniones propias.
En efecto, hay quien parece que no es consciente de que la realidad es compleja, porque intervienen en ella muchas variables y porque las consecuencias de cualquier acto pueden ser múltiples y, quizás, imprevistas. Por eso las opiniones sobre la realidad deben ser muy pensadas y bien justificadas con argumentos que se deriven de la razón, no de intereses, ocurrencias o deseos particulares.
Ocurre, sin embargo, que no todos están dispuestos a elaborar una opinión así, y lo que hacen es simplificar la realidad, es decir, tomar en consideración solo uno o unos pocos de los múltiples elementos que la forman. O, algo peor, se inventan una interpretación de esa realidad que, aunque sea falsa y no responda a nada comprobable, resulte fácil de entender y de aceptar. Es lo que se denomina un bulo. En todo caso, simplificación o bulo le vendrán bien a los intereses de quienes practican estas maniobras.
Las opiniones que resultan de estas operaciones son muy pobres y fundamentalmente simples. Y dado que o son inventadas o no responden a la complejidad de la realidad, son también falsas.
Lo simple es tan pobre y tiene tan pocos matices que las opiniones simples pueden usarse en múltiples situaciones diferentes, dando lugar con frecuencia a contradicciones que dejan en mal lugar a quienes usan estas maniobras.
Algo muy dañino para el común de los ciudadanos es que se intente acceder al poder para manipular y gobernar mediante estas opiniones simples, interesadas y ajenas a la realidad. La pobreza argumental nunca debería estar entre los ciudadanos y, mucho menos, en el poder.