No hace mucho, yendo por la acera de
una calle, cayeron a escasos centímetros de mí dos barras de PVC
que un desalmado estaba manipulando, sin el menor cuidado, en un
balcón y que se le fueron de las manos. Me libré de que me abrieran
la cabeza, pero el susto me lo dieron.
Hoy también ese viento de la guadaña,
que a veces sale a romper el aire y a llevarse provisiones, me ha
rozado. Una prima segunda mía, su marido y un conocido, con el que
estuve hablando hace un par de días, han fallecido en el accidente
de Santiago.
A veces la vida se vuelve cruel, se
abre el vientre para dejarnos ver sus entrañas absurdas y nos
convence de que, si quiere, nos rompe la copa, nos quema la casa y
nos borra el camino.
Me alegro de haber aprendido con muy
poca edad que hay que pensar de vez en cuando que nos tenemos que
morir. Días como hoy, trágicos y dolorosos, en los que la muerte se
muestra desnuda, son los que me hacen recordar que hay que vivir, que
no hay que perder el tiempo ni en bobadas, ni en estúpidas
rencillas, ni dejando vencer a la pereza, ni haciendo lamentables
pasatiempos, ni dejándose la vida en la televisión ni, mucho menos,
haciendo daño. Hay que vivir. Es urgente vivir. Puede pasar
cualquier cosa en cualquier momento y quedarnos a dos velas. Cada día
es una invitación y una necesidad de vivir. Y debe ser también la
creación de la vida, de mi propia vida. Y debe ser también un gozo,
el gozo de sentirse vivo con la gente y con el mundo. Hay que dormir,
pero el resto de las veinticuatro horas del día deben rebosar vida.
Cada muerte debe ser un empujón en la espalda que nos impulse hacia
la vida. Tenemos que vivir, pero todos. Y con urgencia.
Si esta noche quieres formar la nube de
cariño para las personas a las que quieres, no te olvides de los que
están sufriendo en Galicia, pero tampoco de las familias de todos
los que mueren cada día de cualquier forma -todas las muertes son
iguales- y dejando solos a los vivos. Buenas noches.