Hay en el lenguaje habitual algunas
expresiones que tienen una fuerte carga mágica. Creo que la que más
destaca en este sentido es la de “Te quiero”.
Cuando yo era niño, recuerdo que era
la fórmula que empleaban los chicos para decírsela a una chica y,
si esta aceptaba, convertirla así en su novia. Era la frase que
abría la caja de promesas del futuro. A nadie más, ni a familiares
ni a amigos, se le decían semejantes palabras.
Más tarde me di cuenta de que la magia
de estas palabras servía para tapar u olvidar circunstancias de todo
tipo, en las que normalmente la mujer aguantaba situaciones de
hastío, de infravaloración, de poca vida, si no de malos tratos.
Hoy veo que con demasiada frecuencia la
magia del “te quiero” sirve también para anestesiar a quien lo
oye y hacer que ceda fácilmente a lo que desea quien pronuncia la
frase del encantamiento. Hay veces que el “te quiero” funciona
como si fuera un diluyente que borra todo lo ocurrido en el pasado,
instala a quien se deja en una especie de “Bueno, vale, como
quieras” y hace creer que todo empieza de nuevo desde el principio
una vez más.
Nada más eficaz, me parece a mí, que
parar alguna vez a quien nos dice que nos quiere y, si no está claro
su mensaje, preguntarle muy en serio lo que quiere decir con las
palabritas de turno. Porque “te quiero” no puede querer decir
otra cosa distinta a que me tienes aquí para ayudarte a vivir, que
puedes contar conmigo para que seas de verdad tú, que quiero echarte
una mano para que el proyecto de tu vida lo puedas construir y que
puedo colaborar contigo en la creación de tu felicidad. Y todo eso,
a fondo perdido. Cualquier otra interpretación del “te quiero”
me parece a mí una milonga, una burda engañifa que conviene
desvelar cuanto antes. Estarás de acuerdo conmigo, supongo, en que
le puedes decir “te quiero” a muchas personas, a todas las que tú
quieras. Buenas noches.