
Lo necesito, lo deseo, lo
quiero: el silencio o, al menos, el sonido no invasivo, que permita
escuchar y hablar a todos y que no se empeñe en ser el único
posible. Pero parece que todos hacen su ruido abrupto para
reivindicarse como seres vivos, para sentirse realizados como algo
existente. Estoy en la terraza del bar “La sonrisa”, en pleno
centro de la ciudad. Pasa el tranvía, que tiene que hacer sonar su
campana y hasta su claxon para que quienes consideran que el espacio
es suyo lo dejen pasar. A veces se tiene que parar porque quien está
en la calle no le concede el derecho a pasar por sus vías. Pasa el
motorista, con su enorme tubo de escape preparado para que suene a
“Aquí estoy yo”, siendo “yo” un mero ruido. Pasa un coche
vulgar conducido por un ser vulgar que considera una vulgaridad la
prudencia y otra cumplir las leyes. Ataca con las ventanillas bajadas
por las que expulsa una música simplona y repetitiva, y emite un
amenazador ruido de acelerador para, en cuanto puede, salir disparado
en medio de la gente. Los perros ladran aquí y allí. Unos parecen
tenores y otros bajos, pero sus amos son ajenos a la música canina y
a su cansina frecuencia. Hay niños que lloran, otros que corren y
otros que juegan gritando entre las mesas. Un cliente de la mesa de
al lado grita sus cosas a tal volumen que nadie a su alrededor es
capaz de mantener su propia conversación. En medio de ese universo,
tan lleno de ruidos y tan vacío de silencios, que aparece cada noche
en “La sonrisa” y en cualquier otro lugar, me tomo un vino tinto,
siempre el mismo, porque ni los clientes cambian el ruido ni en estos
bares traen un vino nuevo que represente un aliciente gratificante
para acudir a ellos. Aquí la monotonía es ruidosa.
Hace unas noches la vida,
que es de todo menos monótona, produjo un suceso, no sé si pequeño
o grande, para que quienes lo presenciaran tuvieran algo sobre lo que
pensar o, al menos, hablar. Estaba sentado en la terraza viendo pasar
a la gente con sus ruidos, como siempre. De pronto oí un ruido algo
mayor. No le hice mucho caso porque pensé que sería algún
individuo con el grado de vacío más alto de lo habitual. El ruido
se fue haciendo rápidamente más alto, y parecía que se producía
más cerca y a mis espaldas. Era un ruido como de mesas tiradas al
suelo y de cristales rotos. Un cierto revuelo entre la gente me hizo
reaccionar. Me volví y vi venir con paso decidido y a bastante
velocidad a una chica desnuda de cintura para arriba, con una pizarra
doble en las manos que anunciaba los productos que ofrecían en un
bar de unos metros atrás. Llevaba la mirada fija y parecía
dispuesta a todo. Un cliente que estaba en la dirección en la que
circulaba la chica se levantó y cogió su silla como arma defensiva,
apuntando con las patas a la decidida invasora. Al llegar a nuestra
altura, lanzó la pizarra contra las mesas desde las que
disfrutábamos de los ruidos habituales. Por suerte, no le cayó
encima a nadie, pero destrozó unas botellas que había en una mesa y
nos dio un enorme susto a los que estábamos allí. Ella siguió su
camino hacia no se sabe dónde, a riesgo de resfriarse por el fresco
de la noche y el escaso atuendo que llevaba. En seguida llegó la
policía, acompañada de una corte enorme de desocupados deseosos de
emociones fuertes. Parece ser que la detuvieron y que no era la
primera vez que dejaba de tomar la medicación y montaba un
espectáculo en pleno centro de la ciudad. Yo me imaginé que me
podía haber estampado la pizarra en la coronilla, pero rápidamente
deseché la imagen, porque bastantes situaciones lamentables nos
ofrece la realidad como para que, encima, nos imaginemos más.
Luego pensé qué habría
que hacer con aquella pobre chica, enferma de algo y desatendida del
todo. Más que una comisaría necesitaría atención médica, pero
¿dónde? Me dijeron que es huérfana y que sus hermanos están igual
que ella. Esta chica no puede estar sola, sin control de los
medicamentos que debe tomar, pero ¿dónde situarla? Parece que la
detienen y la sueltan, para volverla a detener y a soltar. ¿Está lo
que queda del sistema público de salud preparado par atender a estas
personas y, de paso, protegernos a los demás?
En todo caso, el silencio o,
al menos, el sonido humano siguen siendo lujos lejanos y ausentes.