No me parece que sea muy difícil de entender. El habla la van creando los ciudadanos. La Real Academia va recogiendo de vez en cuando en su Diccionario lo que el pueblo va creando, para que cualquiera pueda entender el significado de las palabras que lee u oye. Así han nacido palabras tan feas, en mi opinión, pero tan reales como curro (por trabajo), tronco o tronca (por amigo, amiga o colega), madero (por policía) o botijo (por botellín de cerveza). El lenguaje es algo vivo, en el que a cada momento van naciendo nuevas palabras. Unas duran más y otras, menos. Unas adquieren un uso multitudinario y otras van quedando en los armarios del recuerdo, pero no todas las palabras de una lengua son solo las que vienen en el Diccionario.
Algo de esto ocurre en el acto de denominar en femenino el nombre de un oficio cuando lo ejerce una mujer. El castellano no tiene ningún problema en hacerlo, siempre que se pueda gramatical y morfológicamente. Estamos muy acostumbrados -y lo vemos con toda normalidad- a decir maestro y maestra, profesor y profesora, carnicero y carnicera, ministro y ministra, médico y médica y tantos otros ejemplos que podríamos poner. No entiendo por qué hay personas que se han rasgado sus vestiduras, dejando al aire sus sentimientos, cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en su reciente visita a los países bálticos, se refirió a los militares que estaban allí como soldados y soldadas. Si en los ejércitos no es todavía común llamarlas así, no veo por qué no es adecuado empezar a hacer visibles a estas mujeres y denominarlas con un nombre que revele su sexo y su trabajo, al igual que se hacía cuando solo lo formaban hombres. Solo a una actitud inmovilista y desconocedora de lo que es la vida de una lengua le parecería mal.