Ayer no tuve un día muy digno de
repetirse. De hecho estaba del maldito virus y de sus consecuencias
hasta las narices. Hoy, con las mismas circunstancias y un día de
perros, estoy, sin embargo, mejor. Creo que todo ha venido por hacer
ejercicio físico, ese castigo que la naturaleza nos ha impuesto. Por
motivos que no vienen al caso, tengo que realizar labores
-demasiadas- que antes solo hacía esporádicamente, como, por
ejemplo, la colada. La hice esta mañana. Se me ocurrió que podía
meter la ropa en la lavadora pieza por pieza, lo cual, teniendo en
cuenta que la mayoría de las piezas estaban lejos de la máquina, me
supuso unos buenos metros a buen ritmo. Al principio me pareció una
ocurrencia masoquista y absurda, pero aún no sé por qué me animé
a hacerlo. Para tender la ropa tengo que subir un piso, así que, ya
puesto, las llevé a tender de la misma manera. Subí y bajé catorce
veces la escalera, cosa que me dejó sin ganas de poner otra
lavadora. Menos mal que no había más ropa que lavar. Luego, a
mediodía, me sentía extrañamente bien, sin preocupaciones
excesivas y con buen ánimo. Supongo que las idas y venidas al más
arriba -que no al más allá- habrán sido las causantes. Lo cuento
por si alguien quiere hacer la prueba.