Hay que vivir intensamente cada instante, porque la vida, en la misma medida que la vivimos, se va reduciendo a lo que nos queda por vivir.
No sabemos lo que nos queda, pero puede que sí sepamos lo que queremos hacer en lo que nos quede de vida.
Esto no es cuestión de angustia, sino de racionalidad. Cuando el tiempo se hace urgente y el fin aparece como insospechado, pero más cercano, la belleza cobra mucho más valor que el que tenía; la exigencia de aprender se vuelve inexcusable; las personas a las que quieres se hacen cada vez más presentes, más necesarias; el amor, como el deseo de ayudar a vivir a las personas a las que puedas ayudar, se hace evidente; la estupidez se vuelve más clara y más insoportable; el sol parece más indispensable; una sonrisa recibida vale lo que no imagina quien te la regala; un abrazo es lo más parecido a la armonía eterna del universo; te tomas unas buenas gambas como si fueran alimento de los dioses; descubres en un buen vino la culminación de la naturaleza hecha cultura, el contacto con la piel te conmueve como si nunca hubiera existido un contacto así, y la necesidad forzosa de vivir se apodera de tus días, de tus horas, de tus minutos.
Lo mejor de que de vez en cuando cambien las cifras que miden tu existencia es que te hacen saber que la vida va en serio, que llenar los días de vida es lo más inexcusable de la existencia, que las estupideces que ves y oyes cada día no deben afectar a tu alegría, que tú eres el único dueño de tu vida y que debes hacer ya, sin tardanza, lo que creas racionalmente que debas hacer. Pero con el entusiasmo que dan las jugosas ganas de vivir y el convencimiento de que no merece la pena estar aquí de cualquier manera.