Cada vez que hago una colada de las de ahora me acuerdo de Sísifo, uno de los protagonistas más cercanos a la vida humana de esos relatos intemporales que son las mitologías. Sísifo fue condenado por los dioses a subir una piedra enorme hasta la cima de una montaña para, una vez allí, dejarla caer rodando por la ladera. Luego debería subirla de nuevo para dejarla caer, y así sucesivamente, como si fuera un miembro cualquiera de una macabra cadena de montaje.
Ya conté aquí hace un par de días que hice una colada y que fui subiendo las prendas lavadas, una a una, al piso de arriba. La imagen de un tipo subiendo unas escaleras con un pañuelo mojado en la mano, o unos calzoncillos o un calcetín provocaría una risita de superioridad a cualquier neoliberal que la viera, pero desde hace mucho tiempo sé que un neoliberal no puede pensar nada consistente. Me parecen más perniciosos que el maldito virus.
El caso que es que ayer la ropa ya estaba seca y tocó bajarla. Mandé al fantasma del neoliberal a tomar vientos y subí a por un calcetín, lo bajé y lo puse en su sitio. A continuación, subí a por el otro e hice con él la misma operación. La decimoctava vez que subí las escaleras sabía que iba a ser la última, pero entonces ya comprendía perfectamente el sufrimiento de Sísifo.
No tuve tiempo de comprobar ese estado de placidez, casi de euforia, del que disfruté cuando tendí la ropa, porque en seguida tuve que ponerme el disfraz de hombre superprudente y cuidadoso e irme al supermercado a subsanar la falta de provisiones. Volví sin haber vivido ningún episodio sospechoso, creo. Limpié, por si acaso, lo productos que pude en casa y, después de comer, me eché una siestecita. Fueron veinte minutos de sueño profundo, durante los cuales me perdí un asesinato en la película de Poirot. No todo va a ser perfecto.
Noto dentro de mí como un deseo de retrasar la próxima colada. Ya veremos qué hago.