Después de andar un poco y de olvidarnos
de que la vida a veces te da sorpresas y te pone delante
incertidumbres bravas, nos metimos en un buen bar a tomarnos unos
quesos variados con un estupendo vino del Bierzo. Los quesos eran
pocos, pero sustanciosos, así que su digestión resultó algo
lenta y la noche se vio adornada con una pesadilla quesera de aúpa.
Por lo que recuerdo del sueño, yo
estaba en el tendido de una plaza de toros. Las gradas eran bastante
verticales, así que lo que ocurría justamente debajo de donde yo
estaba se veía a duras penas o, a veces, no se veía. No sé si yo
estaba en la grada solo o acompañado. El torero era un joven muy
dispuesto, pero del toro no recuerdo nada. Incluso diría que
posiblemente no había toro. Recuerdo que el torero parecía tener
una necesidad enorme de quedar como un héroe, cosa que intentaba
lograr haciéndose daño. A través de lo poco que yo apreciaba, veía
saltar, levantando sus patas delanteras, al caballo del picador. De
vez en cuando, el torero parecía abalanzarse sobre el caballo y
ambos daban saltos por el aire, cayendo el torero al suelo desde
mucha altura y haciéndose un daño considerable. El diestro parecía
más feliz cuanto más daño se hacía, porque entendía el triunfo
como un derramamiento de sangre propia. Cuando acabó su faena, o su
danza macabra sobre el ruedo, no podía andar. Se acercó
arrastrándose a una puerta de salida y allí vomitó una mezcla de
líquido blanco y algo que parecía sangre. Esta extraña mezcla
salía de su boca ordenadamente y se depositaba en el suelo como lo
hacían las tiras de papel continuo de las impresoras antiguas, en sucesivos
pliegues, cada uno reposando sobre el anterior. En un momento, el
torero giró la cabeza y se le pudieron ver los ojos, casi salidos de
sus órbitas, la cara hinchada y una expresión de superioridad en su
boca, que quería esbozar, casi sin conseguirlo, una sonrisa.
En ese momento me desperté y tuve la
sensación de haber estado contemplando un espectáculo masoquista.