No es una opinión. No es un deseo. No es una hipótesis. No es un invento. Es un hecho. Todo cambia. Nada permanece. Lo observó Heráclito de Éfeso en el siglo VI a. C. y se lo hizo entender a quien quiso entenderlo. El mundo cambia porque la materia cambia, las ideas cambian y las realidades sociales cambian.
Pero nacieron los intereses y los privilegios, y quienes se acostumbraron a vivir con ellos no aspiraban a hacerlo de otra manera: no soportaban la idea de que un cambio les privara de ver cumplidos sus intereses o de gozar de sus privilegios. Ello implicaba renunciar a cualquier idea de justicia, pero los intereses y los privilegios funcionaban como ideas absolutas, y, ante ellas, no había nada que les superara en importancia. Nació así el retrógrado, el interesado, el egoísta, el defensor de sus privilegios, el inmovilista, el que niega el cambio, cualquier cambio, e intenta crear un mundo a su propia medida, no a la de todos.