Ayer estuve viendo y oyendo la sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados. Sentí una vergüenza y una indignación que aún permanecen en mi mente. Tanto el fondo como las formas que usó la oposición para controlar la gestión del Gobierno me produjeron un rechazo vital y puna preocupación fuerte por la situación de la democracia entre nosotros.
Podían haber preguntado por cualquier cosa, especialmente por las cuestiones que le preocupan a los ciudadanos, que somos quienes les pagamos. Y, sin embargo, ni la situación de la lucha contra la pandemia, ni el salario mínimo vital, ni qué se había hecho por intentar salvar los puestos de trabajo en Nissan y Alcoa preocupaban a sus señorías de la extrema derecha ni de la derecha cada vez más extrema.
Como vienen mostrando desde que se celebraron las elecciones, el único objetivo de esta oposición parece ser el de echar abajo como sea al Gobierno elegido democráticamente, para colocarse ellos -que perdieron las elecciones- en su lugar. Los ciudadanos les traen al fresco a estos señores. No les importamos absolutamente nada. Han estado dificultando constante e insistentemente la función del Gobierno en la lucha contra la pandemia, sin ofrecer a cambio más que la impresentable gestión realizada en Madrid. Solo buscan sus propios negocios, para lo que necesitan estar en el poder para hacer “sus” leyes y privatizar todo lo que se mueva. Es lo único que les importa.
Hace mucho que perdieron las formas. No sé si será un problema de la educación que recibieron o del odio que muestran en cuanto hablan, pero al estilo faltón, insultante, barriobajero, chabacano y de una expresión oral deficiente que muestran bastantes de ellos se une la constante desinformación, tergiversación e ignorancia de lo que ocurre, dando una impresión penosa y repulsiva. Sé que quienes son como ellos les aplauden y sé también que hay mucha ciudadanía que siente vergüenza ajena de que esto sea lo que vean nuestros jóvenes y, lo que es igual de nefasto, lo que observan en Europa.
No viví la guerra civil española, pero me puedo imaginar la situación de odio que se generó entonces. El odio es de las emociones más difíciles de controlar y puede alterar las funciones mentales de quien se ha dejado dominar por él. El odio no produce nada bueno en la sociedad en la que se instala. No solo hace daño a quienes son odiados, sino a los mismos que odian. Ayer pude ver un ejemplo de esto que digo. La diputada hispano-argentina-francesa del PP, Cayetana Álvarez de Toledo, haciendo uso de bulos hace tiempo clarificados, y emulando a su colega Hermann Tertsch -a quien un juzgado le multó con 12.000 euros por atribuir falsamente al abuelo de Pablo Iglesias su participación en un asesinato, y con 15.000 más por decir lo mismo del padre- volvió a las andadas y, con el mismo tema, subió el listón de la mala educación a tal nivel que logró enfadar hasta a sus propios compañeros de partido por desviar el objetivo de su estrategia, que era desgastar al ministro Marlaska, y centrarlo en el padre de Pablo Iglesias. Es lo que tienen las muestras públicas de ignorancia, torpeza y odio.
Al menos una cosa me quedó clara en el espectáculo de ayer. Desde que hice mi tesis de licenciatura sobre el lenguaje político me di cuenta de lo peligroso que es el uso del término “todos”. Lo suelen utilizar mucho quienes se enfrentan a la realidad no observando y analizando, sino simplificando y generalizando. Una conclusión típica a la que llegan es la de que todos los políticos son iguales. Ayer los hechos desmintieron esta desafortunada y peligrosa afirmación. La oposición podía haber preguntado por lo que está haciendo el Gobierno en favor de los ciudadanos, pero no lo hizo. Podía haber usado un tono educado, propio de personas cultivadas, pero tampoco lo hizo. Y los miembros del Gobierno no entraron en esa ciénaga: contestaron con serenidad y con buenas maneras. No. No todos son iguales.