Tiempo de difuntos. Tiempo de vivir la muerte. Tiempo de vivir urgentemente la vida.
Recientemente he sentido el fallecimiento de un familiar. Al ir a consolar a una persona muy allegada a la difunta, me dijo que la vida y la muerte van inseparablemente unidas, que si se acepta la vida, se acepta la muerte. Creo que tenía razón. La vida es el más o menos largo principio de la muerte, y la muerte es el final de la vida. No hay vida sin muerte ni muerte sin vida.
Sin embargo, hay una muestra de una cultura humanamente pobre que separa estas dos realidades y considera que la muerte es una desgracia que le ocurre a la vida, una enfermedad sin remedio que sufre. Es como si la muerte fuera algo exterior a la vida. La poca reflexión trae a veces estas rarezas.
Se va extendiendo también la costumbre de celebrar asuntos relacionados con la muerte mediante fiestas importadas, cuyo sentido, en general, se desconoce, pero que españolizamos rápidamente, las convertimos en negocios, aprovechamos para dar salida al gusto popular por disfrazarse y terminamos, como siempre, con una buena dosis de alcohol. Que nunca falte la fiesta.
Es un asunto muy serio este de la muerte. Heidegger definía al ser humano, creo que con razón, como un ser para la muerte. Sin embargo, aunque la muerte sea un tema serio, no tiene por qué ser triste. Es serio porque no deberíamos perder nunca de vista la realidad de que nos vamos a morir, que nos tenemos que morir. Pero esto, en lugar de sumirnos en la tristeza, debe hacernos despertar la urgencia por vivir, la necesidad ineludible de vivir intensamente. Cada día son veinticuatro horas únicas que no podemos dejar de vivir, so pena de perderlas. No se trata de dejar pasar el tiempo, ni de perderlo. Se trata de vivirlo y de vivirlo bien, pero este -el de en qué consiste vivir bien- es otro asunto en el que también hay que pensar, con tanta o más intensidad que en el de la muerte.