Dice Irene Vallejo que la idea de la cultura como lujo elitista y superfluo está lejos de la realidad.
Entrevista para el diario Málaga hoy, que puedes leer aquí.
El problema fundamental de la vida es un problema ético. ¿Cómo actuar hoy para crear un mundo más humano? ¿Cómo actuar de manera humana para crear un mundo mejor?
Dice Irene Vallejo que la idea de la cultura como lujo elitista y superfluo está lejos de la realidad.
Entrevista para el diario Málaga hoy, que puedes leer aquí.
Heródoto, que vivió en el siglo V a.C., era un buscador de lo asombroso, capaz de analizar los hechos desde una perspectiva más amplia que la que ofrece la contemplación directa de los hechos. Tenía una enorme afición por los viajes y, en palabras de Jacques Lacarrière, que cita Irene Vallejo en la página 180 del libro,
“se esforzó por derribar los prejuicios de sus compatriotas griegos, enseñándoles que la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo”.
Escribió un libro, que tituló Historias, en el que no relata el punto de vista de los griegos en las guerras del momento, sino la de sus enemigos, los persas y los fenicios. Con las Historias de Heródoto nace la disciplina que hoy conocemos con el mismo nombre. En palabras de Irene Vallejo (pág. 182),
“la historia occidental nace explicando el punto de vista del otro, del enemigo, del gran desconocido. Me parece un planteamiento profundamente revolucionario, incluso veinticinco siglos después. Necesitamos conocer culturas alejadas y diferentes, porque en ellas contemplamos reflejada la nuestra. Porque solo entenderemos nuestra identidad si la contrastamos con otras identidades. Es el otro quien nos cuenta mi historia, el que me dice quién soy yo”.
Dice Irene Vallejo en las páginas 168 y s. de su libro:
“En algún momento, la biografía de Safo dio un giro. Su matrimonio acabó y ella cambió las rutinas del hogar por una nueva actividad que no conocemos bien. Recurriendo a los deteriorados fragmentos que nos han llegado de sus versos y a través de noticias sobre ella, podemos reconstruir el ambiente poco convencional en el que vivió esos años. Sabemos que dirigió un grupo de chicas jóvenes, hijas de familias ilustres. Sabemos también que se enamoró en momentos sucesivos de algunas de ellas -Atis, Dica, Irana, Anactoria-, y que juntas componían poesía, hacían sacrificios a Afrodita, trenzaban coronas de flores, sentían deseo, se acariciaban, cantaban y bailaban, ajenas a los hombres. De vez en cuando, una de estas adolescentes se marchaba, quizá para casarse, y la separación hacía sufrir a todas. Por último, nos dicen que en la isla de Lesbos había otros grupos parecidos, dirigidos por mujeres a las que Safo considera enemigas. Y se siente dolorosamente traicionada por las chicas que la dejan para entrar en un círculo rival”.
Hay que aclarar, como hace la autora más adelante, que estos amores de Safo por las chicas de su círculo no estaban mal vistos entre los griegos, sino, más bien lo contrario, eran admitidos y deseados, ya que consideraban que el amor era la principal fuerza educadora.
Este texto que entresaco aquí me parece muy interesante no sólo para conocer algo que quizás no conocíamos, sino para que pensemos en algo tan cotidiano como lo que nos resulta atractivo y lo que deseamos.
Leemos en las páginas 168-169 del libro de Irene Vallejo lo siguiente:
“Safo escribió: «Dicen algunos que nada es más hermoso sobre la negra tierra que un escuadrón de jinetes, o de infantes o de naves. Pero yo digo que lo más bello es la persona amada». Estas palabras sencillas esconden una revolución mental. Cuando se escribieron, en el siglo VI a.C., rompieron los esquemas tradicionales. En un mundo profundamente autoritario, el poema sorprende porque contiene múltiples perspectivas, e incluso parece celebrar la libertad del desacuerdo. Además, se atreve a cuestionar aquello que la mayoría admira: los desfiles, los ejércitos, el despliegue y el alarde de poder. Seguramente Safo habría cantado lo mismo que Georges Brassens sobre su mala reputación: «Cuando la fiesta nacional / yo me quedo en la cama igual, / que la música militar / nunca me supo levantar». Frente a las aburridas exhibiciones de músculo guerrero, ella prefería sentir y evocar el deseo. «Lo más bello es lo que cada uno ama». Inesperado, este verso afirma que la belleza está primero en la mirada del amante; que no deseamos a quien nos parece atractivo, sino que nos parece atractivo porque lo deseamos. Según Safo, quien ama crea la belleza; no se rinde a ella como suele pensar la gente. Desear es un acto creativo, al igual que escribir versos. Favorecida con el don de la música, la menuda y fea Safo podía ataviar con sus pasiones el minúsculo mundo que la rodeaba, y embellecerlo”.
Me parece un buen texto para pensarlo con calma. Por una parte, la belleza no está ahí fuera, sino que está en nuestra mirada. Los cánones, las modas y los estereotipos no son más que mentiras diseñadas para manejar a quienes tienen débil la mirada. Y por otra, está el poder del deseo. No deseamos lo que nos atrae, sino que algo nos atrae porque lo deseamos. Nos ocurre con las personas y -quizás aquí se vea más claro- con las cosas: no deseamos el dinero porque nos resulte atractivo, sino al revés, nos resulta atractivo porque lo deseamos.
En la página 167 y siguiente habla Irene Vallejo de una de las mujeres más conocidas de la antigua Grecia: Safo.
“Safo -lo cuenta ella misma- era bajita, morena y poco atractiva. Nació en una familia aristocrática venida a menos. A diferencia de Cleobulina, no era hija de reyes. Su hermano mayor dilapidó la fortuna familiar, o lo que quedaba de ella. La casaron con un extraño, como era habitual, y tuvo una hija. Todo lo encaminaba a una vida anónima.
Las mujeres griegas no escribían poesía épica, claro. No conocían la experiencia de las armas porque las batallas eran el peligroso deporte de la aristocracia masculina. Además, ellas no podían llevar la vida libre e itinerante de los aedos, viajando de ciudad en ciudad para ofrecer su canto. Tampoco participaban en los banquetes, ni en las competiciones deportivas, ni en los asuntos políticos. ¿Qué podían hacer? Cobijaban recuerdos. Como esas niñeras y abuelas que contaban cuentos a los hermanos Grimm, transmitían de generación en generación leyendas viejísimas. También componían cantos para los coros femeninos (canciones de boda, canciones en honor de los dioses, canciones para bailar). Y hablaban de sí mismas en poemas para una sola voz, acompañados de la lira -de ahí proviene el término “poesía lírica”-. Se trataba de universos obligatoriamente pequeños y locales. Aún así, de forma casi milagrosa, algunas mujeres lanzan desde su rincón una mirada original y fulminan los muros que las aprisionan. Lo hizo Safo. Lo harían otras reclusas transgresoras como Emily Dickinson o Janet Frame”.
En la página 146 de su libro dice Irene Vallejo que
“esta antigua fe en la cultura nació como un credo religioso, con su lado místico y su promesa de salvación”.
Y añade:
“Lo único que merece la pena es la educación -escribe en el siglo II un seguidor de este culto-. Todos los otros bienes son humanos y pequeños y no merecen ser buscados con gran empeño. Los títulos nobiliarios son un bien de los antepasados. La riqueza es una dádiva de la suerte, que la quita y la da. La gloria es inestable. La belleza es efímera; la salud, inconstante. La fuerza física cae presa de la enfermedad y la vejez. La instrucción es la única de nuestras cosas que es inmortal y divina. Porque solo la inteligencia rejuvenece con los años, y el tiempo, que todo lo arrebata, añade a la vejez sabiduría. Ni siquiera la guerra que, como un torrente, todo lo barre y la arrastra, puede quitarte lo que sabes”.
Para algunos esta idea sigue siendo hoy válida, pero me da la impresión de que somos pocos.
Dice Irene Vallejo en la página 146 de su libro:
“Aunque esta idea [de hacer de la propia vida una obra de arte] no era nueva, en la época helenística se convirtió en un refugio para los desorientados huérfanos de las libertades perdidas. En ese periodo, la paideía -en griego, 'educación'- se transforma para algunos en la única tarea a la que merece la pena consagrarse en la vida. El significado de la palabra se va enriqueciendo, y, cuando romanos como Verón o Cicerón necesitan traducirla al latín, el eligen el término humanitas. Es el punto de partida del humanismo europeo y sus irradiaciones posteriores. Los ecos de esta constelación de palabras no se han apagado todavía. La Enciclopedia ilustrada rescató la antigua paideía -que desciende de la expresión en kyklos paideía, [que significa educación en círculo]-, que todavía hoy resuena en el experimento global y políglota de la Wikipedia”.
Me parece muy importante que ya los griegos asociaran la educación con la humanización, con la huida del tosco estado en el que nacemos para convertirnos en los seres humanos que estamos destinados a ser. No sé si hoy esta idea ha caído de nuevo en desuso o si tanto la educación como la humanización han sido astutamente sustituidas por brutos becerros de oro.
Huyendo del hedor que me produce este mundo maltratado por la naturaleza y por algunos políticos ineptos y egoístas, y buscando otro un poco más amable, con más apertura de miras y más constructivo, he intensificado, en la medida de lo posible, la lectura. Si hay algo en esta vida que te hace pensar y crecer a tu ritmo y a tu gusto, es la lectura. He tenido la oportunidad estos días de leer, entre otros, un libro excepcional, gozoso, lleno de sabiduría y de atractivo, me parece que muy bien escrito y que considero importante para nuestra ilustración. Me refiero al que publicó el año pasado Irene Vallejo titulado El infinito en un junco, en la editorial Siruela, y del que van ya más de quince ediciones. Además, acaba de recibir el Premio Nacional de Ebsayo. Un libro indispensable.
Voy a poner aquí algunos párrafos de este libro porque me parecen útiles para pensar, convenientes para vivir y necesarios en unos momentos en los que muchos tenemos que buscar oxígeno en donde sea posible encontrarlo. El tema que trata la autora es el de la invención de los libros en el mundo antiguo.
Los griegos habían sido ciudadanos de pequeñas naciones hasta que apareció Alejandro Magno. Este dotó a aquellos pequeños territorios de una estructura imperial que acabó con la independencia, la política y la cultura de cada uno de ellos. Para salvar ese vacío los griegos se refugiaron en nuevas culturas y religiones. Algunos de ellos se dedicaron a educarse para intentar permanecer libres e independientes en aquel mundo globalizado.
Irene Vallejo dice en su libro (página 145 y s.) que se dedicaron a “desarrollar hasta el máximo posible todos sus talentos; a conseguir la mejor versión posible de sí mismos; a modelar su interior como una estatua; a hacer de su propia vida una obra de arte. (…) En la última entrevista que concedió, fascinado por esta idea antigua, Michel Foucault dijo: 'Me llama la atención el hecho de que en nuestra sociedad el arte se haya convertido en algo que atañe a los objetos y no a la vida ni a los individuos. ¿Por qué un hombre cualquiera no puede hacer de su vida una obra de arte? ¿Por qué una determinada lámpara o una casa pueden ser obras de arte y no puede serlo mi vida?'".
Hoy vivimos como nos apetece. En cierto modo, de cualquier manera. ¿No deberíamos cuidar lo que hacemos de nuestra vida como si estuviéramos creando una obra de arte? ¿Por qué hoy avanza lo chabacano y retrocede lo bello y lo elegante?