Son todas amigas. Unas han tenido que
acostumbrarse, a su pesar, a convivir con la enfermedad y con el
dolor. Otra ha tenido que hacerlo con una situación laboral difícil
y en muchos aspectos adversa. Las admiro. Las admiro profundamente. A
veces podemos elegir lo que queremos hacer en la vida, pero casi
nunca podemos hacerlo con lo que la vida quiere hacer con nosotros. Y
acostumbrarse a la fatalidad con entereza es propio sólo de personas
grandes y generosas, que saben encontrar y valorar en la vida cosas,
personas y circunstancias que están por encima de su propia
adversidad.
Estas situaciones a mí me generan una
situación de profunda impotencia, aunque seguramente no tan grande
como la que puedan sentir estas mismas personas. En todo caso, no me
dan ninguna pena. La pena se siente cuando alguien no puede
reaccionar ante la adversidad o no es capaz de sobrellevarla. No es
ese el sentimiento que despiertan en mí, sino, más bien, una fuerte
reacción de solidaridad, de estar con ellas aunque yo no pueda hacer
nada, de disponibilidad por si acaso, de compañerismo en la lucha
por la vida, en donde cada cual tiene su propia batalla, y también
de cariño. La valía personal no la rompe el dolor. Mi admiración
por ellas me lleva a quererlas. No hablo de meros sentimientos, que
también, sino de querer que estén en mi mundo, de intentar
cuidarlas en la medida de lo posible, de procurar mimar sus estados
de ánimo, de intentar reconfortar un poco sus vidas.
Sabéis que os quiero. Buenas noches.