La costumbre de suicidarse es muy
antigua, aunque no siempre ha estado bien vista ni se ha entendido de
la misma manera.
En Grecia y Roma existía la figura del
suicidio forzado, que consistía en dar a elegir al condenado entre
el suicidio voluntario o una pena peor, que podía afectar incluso a
sus familiares. Casos célebres fueron los de Sócrates, Séneca o
Nerón. Entre los samuráis japoneses el haraquiri podría ser
considerado también como una forma de suicidio forzado. Se procuraba
que fueran procedimientos rápidos y poco desagradables. Incluso en
el caso del haraquiri existía la figura del ayudante que, al poco
tiempo de comenzar la ceremonia, decapitaba al suicida para evitar
sufrimientos innecesarios.
En la Edad Media se huía de una muerte
rápida. Ni siquiera se valoraba en el caso de un suicidio. Se
prefería un tiempo de arrepentimiento previo a la muerte, para poder
así arreglar las cuentas con la divinidad.
Hoy, en este mundo postmoderno en donde
caben todas las posturas, hay quienes valoran una muerte rápida que
evite el sufrimiento propio y el ajeno, y hay quienes, con la
mentalidad medieval tan extendida entre nosotros, prefieren una
muerte lenta que, aunque desemboque en el final previsto, se note
poco en su transcurrir. Así han aparecido dos formas de suicidio que
se están extendiendo como la pólvora, especialmente por Europa.
Una consiste en que los pobres voten a
la derecha. Con la excusa de que la izquierda no les atiende y, en
lugar de procurar que llamar su atención y que cambien de actitud,
deciden votar a los causantes de su propia pobreza. Al trabajador,
que vive mal a causa de que el empresario le saca los hígados
explotándolo, se le ocurre votarlo, con lo que el mecanismo del
suicidio se pone en marcha, seguramente sin que el propio trabajador
se entere de nada de lo que está haciendo.
Los que prefieren la otra forma de
suicidio no votan directamente a la derecha, sino que deciden
abstenerse. Como la derecha tiene muchos intereses económicos y
sociales que defender, vota siempre. A la izquierda, en cambio, le
gusta ponerse crítica, incluso consigo misma. Hay gentes en la
izquierda que incluso no toleran que ganen ellos mismos en una
elecciones y, en cuanto ocurre, comienzan a quitarle valor al asunto.
En un alarde de desconocimiento preocupante de la estrategia, les da
por decir -y es posible que incluso se lo crean- que todos son
iguales y que no merece la pena votar a ningún partido, lo cual
produce en la derecha una satisfacción importante que disfrutan sin
que se les note demasiado, como disimulando. Si la izquierda se
abstiene, gana otra vez la derecha, con lo que el pueblo sigue
sufriendo calladamente sus consecuencias y va avanzando sin remedio
hacia el suicidio.
Si en mitad del siglo XX había quienes
pensaban que el hombre era un ser para la muerte, hoy, viendo los
resultados de las elecciones aquí y fuera de aquí, se podría decir
que el hombre es un ser para el suicidio, pero hay que suicidarse bien, sin
salpicar y procurando no dar un espectáculo demasiado desagradable.
Buenas tardes.