Los hechos no son más que una parte de la realidad. Más importantes que ellos son las vivencias, y los recuerdos que ayudan a completar su significado.
Ayer sentí un ataque de nostalgia. Estaba cenando. Me vinieron a la mente las comidas familiares que, siendo yo pequeño, se celebraban de vez en cuando en casa de mis abuelos. No recuerdo en absoluto qué era lo que comíamos, pero sí la calidez del ambiente, las risas de algunos, los temores de otros a que ciertos comensales se pusieran patosos, el cariño con que me trataban, la ternura que despedían algunas miradas, algunas caricias, algunas palabras. Me sentía feliz en aquel ambiente. El comedor tenía una cristalera semicircular desde la que se veían las azoteas y los patios que no se divisaban desde otros lugares. En algunos momentos ese ventanal significaba para mí la frontera protectora de mi pequeño paraíso tan cálido, tan acogedor, tan cariñoso.
No era frecuente que yo entrara en ese comedor. Normalmente estaba cerrado, sin llave, iluminado por el resplandor que, según la hora del día, entraba por el ventanal. Aunque se podía acceder a él, me infundía respeto y posiblemente miedo atreverme a hacerlo solo. No sé por qué siempre me he sentido extraño y asustado en los locales vacíos, y cuanto mayores fueran, peor. Aquel lugar era como un templo en donde yo había experimentado algo que luego supe que era ternura.
Cuando me encuentro relajado y a gusto, sé que intento reproducir en donde esté, a mi manera, como puedo, aquel ambiente vital que viví entonces. Quizá no lo logre, más por incapacidad que por una intención débil, pero sé que esa huella está en mí, que a veces me aparece en la memoria y me produce una sonrisa placentera henchida de emoción.