Yo sabía que la música, cuando se está receptivo y se sabe escuchar, se apodera del cuerpo y de la mente
del oyente, de toda su persona y le hace sentir, pensar y vivir de
otra manera. En lo que no me había fijado era en que también la
música se crea, se produce con todo el cuerpo. Me di cuenta hace un
par de días en un precioso concierto que ofrecieron en los Teatros
del Canal, en Madrid, la violinista Ana María Valderrama y el
pianista David Kadouch. Este proceso era mucho más evidente en la
violinista, en la que se observaba en múltiples ocasiones que el
instrumento era una extensión de su cuerpo y que la música que
producía era fruto de toda su persona, que se concentraba en la
trabajosa y placentera tarea de crear sonidos plenos de belleza y de
sentimiento, pero lo mismo ocurría con el pianista, identificado con
todo el artefacto sonoro sobre el que posaba sus manos. No estábamos
ante dos instrumentos y dos músicos que los tocaban, sino ante dos
personas-con-instrumentos que hacían música con todo su ser.
No sé dónde se situará la frontera
que permite pasar de la consideración de gran promesa a la
aceptación como plena realidad en un músico. Si no la han cruzado
ya, estos dos excelsos instrumentistas deben estar a punto de
hacerlo. Han recibido ya múltiples premios y cuentan por éxitos sus
apariciones en público.
El programa que ofrecieron fue variado
y atractivo. David Kadouch brilló más, para mi gusto, en la Sonata
para violín y piano nº2, de Beethoven, aunque mantuvo un tono
de gran altura en todo el concierto. Ana María Valderrama se lució
sobremanera en las dos piezas para virtuosos del violín que se
integraban en el programa, el Tzigane, de Ravel, y la
Introducción y Rondó caprichoso, que escribiera Saint-Saëns
para que los tocara con orquesta su amigo Pablo Sarasate.
Dejo aquí una versión para orquesta
de esta última pieza, con Itzhak Perlman al violín y la New York
Philarmonic Orchestra, dirigida por Zubin Mehta.