Desde que nací el miedo me impidió ser yo. Me bautizaron pronto por miedo a que, si me moría, no fuese al Cielo. Me hablaron pronto de Dios y, más que de la necesidad o de la conveniencia de ser bueno, me insistieron en que debería cumplir los mandamientos, por miedo a que, si no lo hacía, me condenase. Me dijeron que tenían que respetar al maestro y a los profesores, no por ningún motivo razonable y comprensible, sino por miedo a que me castigasen. Poco a poco y con una naturalidad indolora, el miedo se fue coinvirtiendo en el núcleo central alrededor del cual se iba organizando mi vida y en el criterio para decidir cualquier actuación. Siempre había alguien que no fuera yo preparado para vivir mi vida a través del miedo, sin contar realmente conmigo. Ni siquiera yo me planteaba la posibilidad de ser realmente yo mismo.
Cuando la vida me fue invitando a que yo fuera yo, el trabajo que me costó resucitar fue tremendo. Aún hoy no sé si he resucitado del todo porque no sé si, a pesar del esfuerzo realizado, he vencido completamente al miedo. Durante mucho tiempo el miedo al más allá me fue llevando al miedo al más acá y ambos, para que yo me pudiera sentir convencido de lo que hacía, se materializaban en el miedo a la vida, en el miedo a vivir.
En la medida en que he podido ir matando el miedo, he podido ir naciendo yo y he podido ir viviendo mi propia vida. He tenido que ir quitándome disfraces, costumbres, manías, prejuicios absurdos, prácticas estúpidas y extraños cuentos macabros instalados en mi mente. Al final, casi desnudo, he aparecido yo. En realidad, he aparecido yo, pero felizmente acompañado, porque al aparecer me he encontrado conmigo mismo.